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La corrupción mata

EPIGMENIO IBARRA

No es solo el vicio de unos cuantos gobernantes y funcionarios venales. No se trata de casos aislados ni de los ya tradicionales escándalos de temporada. Tampoco de un sistema limitado de complicidades entre quienes detentan el poder y los criminales. No es la excepción, es la regla. La corrupción es el componente genético esencial del viejo régimen, lo que lo define y retrata de cuerpo entero. Sin ella no hubiera existido; solo por ella —haciendo valer la ley de plata o plomo— logró someternos durante tantas décadas. La corrupción, a la que los gobiernos del PRI y el PAN extendieron patente de corso usándola para imponerse y la que el neoliberalismo justificó como “cultura” nacional, invadió como un cáncer todas las esferas de la vida pública, infectando el cuerpo de la nación hasta casi matarlo, provocando que muchas de sus partes vitales entraran en un franco proceso de descomposición.

Que el país, debido a la corrupción, esté al borde de la muerte no es una metáfora: la corrupción —efectivamente— mata, asesina a seres humanos con nombre y apellido. Mata más que el hambre y la pobreza porque las genera, más que la violencia criminal, que por ella se extiende y radicaliza. Los muros de la casa blanca de Peña Nieto, así como los de las mansiones de Lozoya, Padrés, Marín, Montiel, Romero Deschamps y tantos otros, están manchados de sangre inocente. Cuando los límites entre política y delito se borran, cuando capos y gobernantes son las dos caras de la misma moneda, como aquí sucedió, mata tanto el que dispara un arma como el que saquea las arcas de la nación.

Fue la corrupción congénita de ese viejo régimen la que puso a Felipe Calderón en el lugar y las condiciones de desatar una guerra solo para buscar una legitimidad de la que, de origen, carecía, y fue esa guerra la que llevó la corrupción a extremos nunca antes vistos. Es preciso y urgente abrir la caja de Pandora de esta “cruzada” tan sangrienta como inútil. Guerra y negocios sucios van siempre de la mano. ¿Cuántos de esos miles de millones de pesos gastados sin escrutinio alguno en armas, tecnología y avituallamiento de las tropas fueron a dar a los bolsillos de gobernantes y funcionarios civiles y militares? ¿Cuántos funcionarios se hicieron ricos, en los sexenios de Calderón y Peña Nieto, traficando con la sangre derramada y el dolor de las víctimas? Nada de esto se dice en los medios.

De la corrupción se habla sin tocar realmente fondo. Columnistas y presentadores de noticias de radio y tv que, en el pasado y luego de recibir dádivas del régimen, ayudaron a desnaturalizar y normalizar la corrupción, hoy se mofan de que López Obrador no avanza en el combate a la misma. Acostumbrados a dar cuenta de las medidas cosméticas tradicionales, del ritual sexenal del chivo expiatorio y a ser parte de espectáculos mediáticos montados por gobernantes carentes de apoyo popular, no entienden que, como diría Miguel de Unamuno, “de escultores y no de sastres es la tarea”.

Combatir la corrupción, devolver una vida sana a esta nación herida, va más allá de meter unos cuantos pillos a la cárcel. Es preciso desmontar, cueste lo que cueste y de manera radical, a ese viejo régimen que se resiste a morir y que hizo de la impunidad la única ley y de la corrupción su forma de vida.

@epigmenioibarra

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