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Muertos, tumbas y un ‘aparecido’ en el Panteón del Cero Morelos de Ciudad Victoria

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Por: : Rigoberto Hernández Guevara | Gaceta Tamaulipas

Ciudad Victoria, Tamaulipas.- Caminar por la capital de Tamaulipas es hacerlo por una ciudad llena de historias de oficios, de gente mendingando en las calles, de historias de mujeres extraordinarias.

En uno de esos trayectos de asfalto, yendo de poniente a oriente llega uno hasta el tope de una calle. Es el Cero Morelos. A las puertas de un camposanto así denominado: Panteón del Cero Morelos. Lugar de la nada, donde los muertos descansan en su profundo silencio. Entonces nació la idea de hacer una historia relacionada con alguna leyenda de terror, de esas que suelen contarse en los panteones.

No faltaría personaje, algún visitante o acaso un sepulturero que me contara algo acerca de aquel panteón cuya construcción data del siglo XVIII, decretado Patrimonio Histórico del Estado.

Entramos por ese camino pavimentado, por donde todos los difuntos han entrado, lugar por donde todos pasaremos inevitablemente. Se siente un estremecimiento. Hace no muchos años había pequeños lotes baldíos; hoy todos tienen su lápida y son raros aquellos sin epitafio.

El panteón está obsoleto desde hace años. Ya se construyeron otros. Sólo entierran allí a personas cuyos deudos adquirieron títulos a perpetuidad con una o dos gavetas. Con una población mayor a los 11 mil difuntos, este tradicional panteón de la ciudad, en fechas claves como el Día de la Madre o el Día del Maestro, el 2 de noviembre, en vacaciones o para navidad se llena a reventar.

A mitad de camino en pleno centro del panteón encontramos a nuestro personaje de nombre Manuel Marroquín. Nos identificamos plenamente para que empezara a contar esa historia que andábamos buscando.

Nos sentamos en una de las tumbas con lápida de granito y piedra triturada, que mantiene firme una cruz de trébol (así le llaman a la Cruz de trinidad), muy típicas en este panteón. Si va usted a otros panteones de la ciudad encontrará diversidad de ellas, más costosas. Pero este es el panteón común de la ciudad, y como la misma muerte, a la hora de la hora no tuvo distingo social para aceptar a sus moradores eternos.

Al rato, al paso de la sombra, nos cambiamos a otra tumba que Manuel acababa de limpiar.

-Fíjate que ando buscando una historia de miedo, de esas que ocurren en los panteones, de aparecidos, fantasmas.

-Pos yo no he visto nada -dijo.

“Lo que deberían hacer es un reportaje de tanta basura por donde quiera, montones de tierra con moscas, celdas de tumbas cubiertas hace muchos años por la maleza y restos de coronas y canastillas sin flores”.

La muerte no había discriminado, pero los vivos sí. Gente que olvidó sus muertos, entre tumbas bien conservadas por deudos memoriosos y agradecidos.

Nos sentimos decepcionados, pues hacer la historia del panteón y sus orígenes no era lo que buscábamos.

-¿A qué te dedicas Manuel? -le preguntamos en un descuido. Como para que la pregunta no le molestara.

-Limpio tumbas; aparte hago cruces de granito (son de piedra granulada con cemento blanco, a proporción de tres a uno). Todo es por mi cuenta. Los que andan allá son del ayuntamiento.

Señaló a dos trabajadores que, con uniforme oficial impecable, jugueteaban en la entrada.

Manuel reunía características peculiares, un tanto desgarbado, pegado a un azadón. Un par de zapatos desgastados y entierrados que algún día fueron cafés. Tenía un ojo más grande que el otro como si alguien se lo estuviera abriendo con la mano, su camisa verde, sudada, le trasminaba y hacía ver el color original de su piel. El pantalón lullido era ahorcado por un mecate en la cintura.

Y ahora qué, nos preguntamos. Si Manuel no nos cuenta una historia interesante no habrá reportaje y el tiempo apremia.

Ya sentados le vimos otra irregularidad menos perceptible, era su pierna chueca a la altura del fémur.

-¿Qué te pasó en la pierna Manuel?

-Me atropellaron en el municipio de Hidalgo. Estuve muy grave en el hospital, pero me salvé de milagro. Cuando desperté creí que era una pesadilla. Pero cuando salí del hospital la pesadilla apenas empezaba, eso fue lo que siguió. A partir de allí quedé inutilizado para agarrar un trabajo pesado.

Por ello, a invitación de un amigo fue a Matamoros donde un señor le enseñó a trabajar las cruces y lápidas a base de moldes.

Eso le bastó para venir al Panteón del Cero Morelos y ahora también al Panteón de la Cruz a ofrecer su trabajo escultórico.

“De tanto venir, muchas veces en vano, también comencé a emplearme en limpiar tumbas, que es a la fecha lo que más hago. Antes vivía allí”, y apuntó hacía donde están los baños. Casi al fondo.

-¿Y no tenías miedo en las noches?

-No. Ya le dije mi amigo que los muertos no salen ya de sus tumbas ni se hacen los aparecidos, saldrán cuando dios los demande, cuando revivan los que tengan que revivir. Yo allí me bañaba, preparaba mi café y a veces comía algo, otros días no sacaba ni para comer.

– Oye Manuel ¿Hay personas que vengan todos los días a ver su difunto? ¿Algo extraordinario qué contarme?

-No. Pero hay familias que vienen cada fin de semana a ver a su padre, que luego al fallecer los más cercanos tampoco vuelven. Por lo general la gente viene los primeros días de llegado el muerto, luego se olvidan. Una de las tambas más visitadas por familiares es la del ex gobernador Américo Villarreal.

-Y qué traes ahí en la bolsa de la camisa ¿Estas tomando pastillas?

-No. Es que me dan convulsiones y me tomo nueve de estas para evitarlas.

-¿Las usas desde niño?

-No. Le voy a contar, al fin que mi padre ya murió y como le dije, algún día será juzgado. Resulta que mi padre me golpeaba mucho; un día me pegó en la cabeza con una pala y me la quebró, la cabeza y la pala también. Desde entonces me dieron convulsiones y cuando mi madre me llevó al médico le mintió diciendo que me había caído de una escalera. Pero ella también murió y se llevó eso en la conciencia.

Sin querer seguíamos hablando de muertos. Era raro. Se escuchó un ruido muy extraño a nuestras espaldas. Algo se arrastraba por el suelo.

“Es una bolsa de plástico, no tenga miedo”, dijo Manuel Marroquín.

Era una de tantas bolsas de plástico entre envases Pet, mientras montones de basura hacen pequeñas montañas entre tumbas menos visitadas, que los mismos empleados, según dijo Manuel, van acumulando.

“Yo muchas veces limpio la tumbas y cuando veo que la gente es pobre no le cobro nada”.

En la puerta de salida, soldada en acero forjado, caímos en la cuenta que olvidamos preguntar el segundo apellido de Manuel. Así decidimos preguntar a los dos empleados que ahora miraban algo hacía la calle Morelos. Pero aclararon:

“¿Cuál señor? Nosotros no hemos visto a nadie. Con usted ya van varias personas que nos preguntan por él, en realidad nunca hemos visto nada. Hace muchos años un señor vivió aquí, pero nosotros no lo conocimos, dicen que lo atropelló un camión”.

Salimos de allí sin voltear para comprobar si nuestro amigo Manuel aún estaba sentado sobre la gruesa y fría lápida. Al menos la historia servía. Debió ser una broma de los muchachos. Extrañamente tampoco había nada en la grabadora. No importa, lo más interesante lo grabamos en la memoria.

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