Análisis

La violencia “normal” policiaca

Hablemos de la violenta normalidad policial

Retrovisor

IVONNE MELGAR

Hablemos de la violenta normalidad policial

Los hechos están ahí: ajusticiamientos extrajudiciales, historias salvajes, tanto como la del estadunidense George Floyd, estampas de policías ajenos a protocolos, que actúan por la libre y bajo mandos de dudosa procedencia

13 de Junio de 2020

Tenemos que hablar de las violaciones a los derechos humanos que, en plena pandemia, han cometido policías de diversas entidades, confirmando la documentada crisis de las corporaciones, ese pendiente de la agenda de seguridad.

La Comisión de Derechos Humanos de Jalisco concluyó que Giovanni López fue víctima, el 4 de mayo, de una ejecución extrajudicial, tortura y detención arbitraria, a manos de agentes municipales de Ixtlahuacán de los Membrillos.

Fue un asesinato que este mes destapó otros casos y generó protestas que también fueron escenario de excesos policiales.

En la CDMX, dos uniformados arrastraron y patearon a Melanie, cuando participaba en la protesta del viernes 5 de junio por los casos de Giovanni y George Floyd. El registro público ocurrió en tiempo real.

En el estado de México, la madrugada del 7 de junio, Alexia Ortiz y Jhoany Álvarez fueron golpeadas y detenidas por policías del municipio de Nezahualcoyotl, como se observa en el video que el diputado Pedro Carrizales, El Mijis, compartió en Twitter. Acusadas de alterar el orden, las jóvenes pagaron las fianzas correspondientes y denunciaron haber sido torturadas, robadas y amenazas de muerte.

En Xalapa, un mes atrás, a inicios de mayo, en los separos del cuartel de policía San José, murió el serigrafista y rapero Carlos Navarro Landa, detenido en la calle por supuestas faltas administrativas y cuyo cadáver fue entregado a su familia con golpes en cuerpo y rostro. Falleció de un paro cardiaco, justificaron las autoridades penitenciarias.

En Tijuana, a finales de marzo, Oliver López, que lanzaba piedras en una estación de gasolina, fue asfixiado por un agente de seguridad que lo sometió con el pie en el cuello, según un video tomado por testigos y que apenas se difundió este mes.

Y este martes 9 de junio, en Acatlán, Oaxaca, un policía mató de un disparo en la cabeza al joven Alexander Martínez de 16 años, mientras se trasladaba en su moto, junto con un grupo de amigos, en la carretera aledaña a su domicilio y donde había un retén de seguridad sanitaria.

Los hechos están ahí: ajusticiamientos extrajudiciales, historias salvajes, tanto como la del estadunidense George Floyd, estampas de policías ajenos a protocolos, que actúan por la libre y bajo mandos de dudosa procedencia y, en algunas zonas del país, sujetos a las directrices del crimen organizado.

El gobernador Enrique Alfaro admitió esa posibilidad al ofrecer una disculpa por las detenciones ilegales en las protestas por el caso Giovanni, el sábado 6 de junio, en Guadalajara: “Mi instrucción fue no usar la violencia (…) Fue desobedecida por el grupo de la policía ministerial que atacó a esos jóvenes (…) ¿Quién dio la orden? No fue el fiscal (…) Tenemos la obligación de investigar si esta instrucción surgió de algún lado que tenga que ver con grupos de la delincuencia”.

Despejar esta hipótesis y actuar en consecuencia es una tarea que el mandatario de Jalisco deberá concretar por el bien de la gobernabilidad estatal y porque la inédita sinceridad de sus palabras, lo obligan a honrarlas de decisiones también sin precedentes.

¿Pero puede un gobernador afrontar por sí solo la complejidad de instituciones infiltradas por la delincuencia?

¿Tendremos en este sexenio una definición de Estado para ponerle remedio a ese lastre? 

Porque lo que vimos hasta ahora es de una irresponsabilidad inaudita: el uso gubernamental del caso de Jalisco por parte de funcionarios del gabinete y de legisladores de Morena pretendiendo centrar la mirada de esa indomable normalidad policial en el gobernador Alfaro. Como si esa fuera la mejor manera de afrontar la debilidad institucional de las corporaciones y la fracasada retórica de abrazos, no balazos.

Quizá por el momento hayan logrado distraernos del problema de fondo: la persistente violencia que sigue ahí, actualizando la triste noticia que, este domingo 7 de junio, volvió a reciclarse con un nuevo récord: 117 asesinatos en un solo día.

Porque no fue ni será suficiente con declarar el fin del Estado represor.

Porque las desmañanadas de los gobernantes para conocer las cifras cotidianas de los homicidios dolosos no bastan ni bastarán para romper esa normalidad violenta que, a un año y medio del gobierno del presidente López Obrador, ha dejado al descubierto las mismas limitaciones institucionales. 

Por eso, en la nueva e incierta normalidad, tenemos que seguir hablando de los males de siempre, de esos indomables problemas que la pandemia sólo vino a subrayar, de esos daños estructurales que la varita mágica del voluntarismo no puede ni podrá resolver.

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