Columnas

Resurge Groucho ante la amenaza de Marx

RODOLFO SALAZAR GONZÁLEZ

La primera ocasión en que escuché hablar de Groucho Marx fue a principios de 1970, en las oficinas del ministro de Gobernación Mario Moya Palencia, que por instrucciones superiores me entrevistó para analizar una posibilidad de que formara yo parte del último congreso del Gobierno de Manuel Ravizé.

Moya Palencia era un hombre altísimo y respetuoso de todo aquello que su superior remitiera a su ámbito de competencia, resolviéndolo como si fuera un asunto propio. Nos reunimos en un salón especial, pequeño de acaso 3 por 4 metros cuadrados, solo había una mesa donde se encontraban 5 teléfonos y 2 sillones tipo chippendale de color oscuro, de una comodidad que aún recuerdo. Sobresalía en ese despacho donde el ministro de Gobernación ejecutaba las órdenes que recibía del Presidente, un enorme busto del presidente Juárez. Allí en medio de frecuentes llamadas que atendía personalmente mi anfitrión, en una de las conversaciones que sostuvo con un gobernador, Mario Moya remató con una de las más célebres expresiones que hicieron eterno el arte de divertir que Grouch Marx elevó a condiciones insuperables.

«Sus ojos, su garganta, sus labios, todo en usted me recuerdan a usted; excepto usted mismo, ¿cómo se lo explica usted?» Se lo dice Groucho Marx a Margaret Dumont mientras la corteja en la primera escena de «Una noche en la ópera». Era la maravillosa época de los años 35, ya Estados Unidos había recuperado su alegría y prestigio como la economía más poderosa del mundo y pocos, los que perdieron cantidades millonarias y no se habían quitado la vida, recordaban aún el crack financiero del 29, conocido también como el jueves negro. Los norteamericanos hacían su vida común y corriente, era la única forma en que entendían que estaban en un país en donde todo era posible, hasta el renacimiento mismo de esta nación que cayó herida de muerte como efecto de la crisis de la industria del acero que contaminó como un virus maldito la economía norteamericana.

Broadway estaba de nuevo en su mejor momento, Holly-wood recuperaba el ánimo y comenzaba a plantear filmes millonarios, Tiffany seguía siendo la meca de los diamantes y su edificio era también punto de reunión, para que la clase alta y media alta desa-yunara todos los días, así es como surge la película estupenda estelarizada por George Peppard y Audrey Hepburn, (quien me parece, desde mi concepto estético, la mujer más linda que he podido ver en el cine). En 1937 la Metro produjo una de las películas más taquilleras de esa década: «Un día en las carreras», la fama de los Marx tocaba el punto más alto: Groucho y la Dumont coincidieron en la pantalla otra vez, él como un veterinario que se finge médico y ella como la rica hipocondriaca que le dice a su médico de cabecera: «No era consciente de que sufriera de nada hasta que lo conocí a él».

En este año se conmemora el 40 aniversario de la muerte de Groucho Marx, de no estar haciéndonos felices con sus ocurrencias. Estas letras son en recuerdo de una de las mayores obras humorísticas, satíricas e inteligentes del siglo XX. Julius Henry Marx fue el tercer hijo de Sam y Minnie Marx; los otros hermanos fueron Leonard, Adolph, Herbert y Milton (Chico, Harpo, Zeppo y Gummo quien nunca se interesó por la actuación). Para esto después de años de trabajo en la escena a finales de los 20 los hermanos Marx eran ya dueños de una bien ganada fama sólida en el teatro de variedades y una personalidad única en el mundo del espectáculo: Harpo nunca hablaba en escena, Chico adoptó el acento de un inmigrante italiano y Zeppo asumía el papel de galán.

El centro del cuarteto era Groucho, su destreza con el lenguaje realizaba el perfil de sus hermanos y su enloquecida capacidad para improvisar convertía en un manicomio el escenario de la burla y la irreverencia: «Bebo para hacer interesantes a los demás», «Nunca olvido una cara, pero en tu caso haré una excepción», quien más ha investigado sobre este tema de la vida lúdica de los hermanos Marx es Estefan Kanfer, quien asegura que la edad de oro de Groucho fue: «Una época desenfadada en la que coincidieron George Gershwin (que solía disfrazarse de Groucho para las fiestas), Irvig Benin (autor de la música para el primer espectáculo de los Marx en Broadway, Los cuatro cocos, T.S. Perelman (quien escribió parte de los guiones de pistoleros de «Agua dulce» y «Plumas de caballo», James Thurber, Robert Benchley y Dorothy Parker que al igual que Groucho eran habituales columnistas de la revista «The New Yorker» mientras actuaba en las películas centrales de la filmografía de los Marx, «El conflicto de los Marx» (1930), «Plumas de caballo» (1932), «Sopa de pato» (1933), «Una noche en la ópera» (1935), «Un día en las carreras» (1937), Groucho escribía guiones, obras de teatro, artículos y ensayos.

Lo más trascendente y atractivo que encuentro en la obra lúdica de Groucho Marx era su capacidad de la improvisación, lo suyo no tenía nada que ver con la organización, su trabajo era espontáneo, loco y representaba naturalmente, lo creo con certidumbre, un dolor de cabeza para los que lo dirigieron, en cine, radio y televisión. Groucho exigía libertad total en la redacción del guión que en cierta forma tenía mucho que ver con la escritura autónoma e incontenible que de moda estaba en Europa y que se conoce como surrealismo, cuyo sacerdote sagrado fue André Bretón, el acto supremo del surrealismo era cuando el escritor digamos Camus, Sartre, Kierkigart, Ionesco, en el cine Buñuel quienes solo obedecían los impulsos inapelables de su inconsciente. Eso me parece, que mucho tenía que ver también por el grado de erudición que encuentro en la comicidad de Groucho Marx.

Cuando filmó «El conflicto de los Marx» que interpreta a un cazafortunas, un trotamundos que tiene que ir al África a conquistar a una dama solterona y millonaria, antes de empezar a filmar le dice a sus productores: «Amigos míos, les voy a describir este grandioso, ese maravilloso continente lleno de misterios que es África. África parece obra del mismísimo Señor, y por mí puede quedarse con él, yo me regreso a los Estados Unidos». En el programa televisivo «Apueste su vida», que se transmitió hasta 1960, era un comediante destilado, sereno, dueño de sí mismo, sin perder ese genio que incluía en cada parodia que actuaba: «Nunca olvidaré el día de mi boda… en vez de arroz nos tiraron vitaminas», esta era una clara sintomatología de que Groucho Marx al igual que Chaplin y que Laurell y Hardy (El Gordo y el Flaco) sentían al final de sus vidas el peso de los años.

Por esa razón entiendo la profundidad de Groucho cuando verbalizó la obsesión que lo estaba matando: «Cuando un hombre llega a su edad, Bill, a nadie le sorprende que uno comience a caerse a pedazos. Quizá deba cambiar de pegamento».

Me quedo deliberadamente con la plenitud del humor moderno de Groucho Marx. Dicen que un día pidió que en la lápida de su tumba se escribiera este epitafio:

«Perdonen que no me levante».

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Fuente: El sol de Tampico

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