EL TAMAÑO SI IMPORTA…
No es que antes no robaran, sólo que lo hacían a otra escala. O quizá simplemente antes no se exhibía como ahora. El hecho es que el hartazgo y la exasperación que provoca la corrupción han inundado las charlas de sobremesa, las páginas de los periódicos o la conversación en nuestras redes sociales. Las encuestas revelan que se ha convertido en el tema más mencionado entre los problemas de los ciudadanos, en ocasiones desplazando incluso a la inseguridad o al deterioro económico. Y coincido con los analistas que consideran que en las elecciones 2018 será el tema que gravite en las campañas, fiel reflejo de las preocupaciones del elector.
Así que habría que insistir en la pregunta. ¿Por qué se ha acentuado la irritación en contra de la rapacería de la clase política y empresarios bandidos? ¿Se debe a que el fenómeno aumentó en los últimos años o tan solo ha mejorado la visibilidad y la exposición que reciben?
Yo respondería con un categórico sí a las dos preguntas. Por un lado, en efecto, la magnitud de lo robado se ha incrementado, particularmente en la esfera de los gobiernos estatales, gracias a la autonomía que adquirieron respecto al gobierno central. El endeudamiento de las tesorerías de los estados alcanza niveles históricos en los últimos años: dos o tres veces el promedio de los cuotas que alcanzaba hace dos o tres lustros. Y algo similar se podría decir de muchas presidencias municipales.
Los gobernadores y sus funcionarios no sólo incrementaron brutalmente el tamaño del pastel, también el pedazo con el que se quedan. Particularmente cuando el ejecutivo de una entidad domina a su Congreso Estatal. En tales casos, no hay límites ni control para los caprichos o abusos de un gobernante: los casos de Veracruz, Sonora, Puebla, Quintana Roo o Coahuila son los más destacados, pero son meros abanderados del resto de la geografía.
Explicar por qué ahora pueden desviar en su provecho más recursos que antaño remite al debilitamiento del presidencialismo. No es la única de las razones, pero sí la más poderosa. El jefe máximo ejercía una suerte de equilibrio entre el resto de los poderes fácticos y se aseguraba de que la tajada de pastel de ninguno de ellos excediese desproporcionalmente a la del resto. Y lo mismo valía para gobernadores, líderes sindicales o multimillonarios. Nada que pusiera en riesgo los equilibrios del sistema.
No se trataba de un asunto de honestidad (aquello de “un político pobre es pobre político” se inventó hace mucho), sino de eficacia de un sistema que gravitaba en torno a un centro de equilibrio. Cuando cae este centro con el inicio de la alternancia y no es sustituido por un entramado de instituciones capaz de establecer frenos y contrapesos, los poderes se desataron.
Gobernadores convertidos en reyezuelos, millonarios escalando la lista de Forbes o construyendo telebancadas, líderes sindicales capaces de fundar su propio partido. Por no hablar de las élites de los partidos o de los diputados y senadores que usan los recursos públicos prácticamente a su arbitrio. En suma, ningún límite para los abusos y tropelías en el “nuevo viejo oeste” en el que se convirtió la escena pública.
También es cierto que se ha incrementado la exasperación de la opinión pública ante este fenómeno. En parte por la reiteración de los escándalos y la magnitud que han adquirido los mismos. Pero hay algo más. Por un lado, la propia alternancia propició el crecimiento de medios de comunicación capaces de ventilar tales escándalos a nivel local y nacional. Y, más recientemente, la aparición de las redes sociales terminaron por catapultar la visibilidad de los excesos y la conversación pública sobre ellos.
El rosario de casos de Ladys y Mirreyes muestra el lado más oscuro e impresentable de la corrupción: el privilegio, la desigualdad y el abuso de los poderosos.
Justamente esto último es lo que ha desencadenado una exasperación antes no vista sobre el tema. Puede haber una relativa tolerancia a la costumbre de entregar una “mordida” para evadir una infracción de tránsito o acudir a un gestor para agilizar un dolor de cabeza burocrático. Pero cada vez hay más irritación ante la exhibición burda de las riquezas y prebendas de empresarios y políticos enriquecidos a costa del interés público. Y que encima se ufanen en exhibir sus excesos y transgresiones comienza a desencadenar el hartazgo de los ciudadanos.
Imposible saber en qué habrá de culminar tal hartazgo. Por lo pronto está allí y la clase política debería comenzar a hacer algo al respecto; después podría ser demasiado tarde.