Había una vez…
En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Ese hidalgo llamado Don Quijote, uno de los más entrañables –y sabios– personajes de la literatura universal, estaba convencido de que hubo un tiempo en el que el mundo realmente era como debía ser y dedicó su vida a restaurar esa época paradisiaca –descrita en el capítulo XI de la novela de Cervantes– ante un grupo de cabreros: Dichosa edad y siglos dichosos aquellos en que los antiguos pusieron el nombre de dorados… en los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío… Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia. Las delicias de la naturaleza se conseguían sin esfuerzo alguno y no existían las leyes porque no eran necesarias.
Asimismo, relata que el fin de esa edad de oro lo obligó a unirse a la orden de los caballeros andantes, para defender a las doncellas, amparar a las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos. Imbuido en el laberinto de su propia imaginación, Don Quijote estaba resuelto a recuperar un pasado ideal.