ARISTEGUI…
Fabrizio Mejia Madrid
El periodista mexicano es al que se le censura pero nunca sucumbe.
Desde el inicio, la fundación de una esfera pública mexicana –ésa que ocupa el lugar equidistante entre poderosos y desinformados– se hace desde los prestigios de la resistencia ante la injusticia.
Entre los dos discursos del México de los primeros periódicos –la solemnidad estatuaria de lo oficial y la picaresca del chiste y el rumor– los periodistas sólo pueden ser los censurados: el país es el presidente de la República, y los diarios el único espejo en que se refleja como “estadista”.
Si algún oficio se crea precisamente ante el silencio de la represión es el del periodismo: leer y hablar de lo no-oficial –eso que va convirtiéndose con las décadas en una verdad compartida– es habitar la esfera pública, ésa que va conformándose, en México, en torno a la no-reelección del dictador Porfirio Díaz.
Son los periodistas que no cobran en El Imparcial y en El País –pagados por Díaz– los que convocan, en 1910, a la primera concentración contra la perpetuidad del Señor Presidente.
Según Sánchez Azcona, asisten 20 mil personas, una cifra que desata el cierre de publicaciones y el encarcelamiento de sus impulsores.
La lucha contra la dictadura es –para todos los que hoy hablan con desdén del “periodismo militante”– leída, comentada y también expresada en las calles. Sus figuras emblemáticas, Ponciano Arriaga o Juan Sarabia o los Flores Magón, contienen el imaginario de lo invencible: acumulan censuras y prisiones pero vuelven a publicar. Por ello la idea del periodismo no es la que quisieran hoy los beneficiarios de la publicidad gubernamental: que no incomode, que sea “positiva” o, ya de plano, que machaque al opositor con el pretexto de ser “objetiva” o “no-militante”.
Para su infortunio, el periodismo en toda América Latina es, desde el siglo XIX, un imaginario de resistencia que contiene dos banderas de montaña: la denuncia y la decencia. Una pública y una privada, estas virtudes confluyen para armar una esfera de lo público en la que se da la paradoja de la opinión individual masiva.
Lo que llamamos opinión pública no es un sondeo o los resultados del rating, sino algo mucho más complejo porque implica una ética: la fortaleza ante la censura. Cada lector tiene una opinión que no puede ser contestada sino desde el dato y sus diversas artes. Es una opinión informada, distinta del simple gusto o la simpatía, la que funda esa esfera tan peculiar en la que no todo se vale. Por ello no es periodismo todo lo que se dice o publica. Ni es censura cualquier amenaza (en estos días se cuenta como tal hasta la de las exnovias del columnista millonario). La censura viene desde el poder del Estado o las corporaciones. No desde tus vecinos o de quienes escriben comentarios en las redes.
Escribo esto por un hecho notable. En días pasados, en Chilpancingo, Guerrero, una multitud se reunió afuera de la estación de radio de la Universidad para celebrar que a la cabina de transmisiones se le bautizara como “Carmen Aristegui”. El acto honorífico se transformó en una marcha por la defensa de la libertad de expresión y en una denuncia por las decenas de periodistas asesinados por el poder.
Carmen resuena con el imaginario histórico de nuestra esfera pública: nieta de un exiliado republicano –Leonardo Flores– quien tuvo que abandonar su país por la dictadura y que llegó a ser un diputado en México, de aquéllos que defendían a los sindicalistas, ella encarna hoy lo que detestan los voceros de los poderosos del gobierno y los corporativos, y que la gente, los ciudadanos, enaltece: la defensa ante una injusticia.
Su padre, Helio, quien llegó de siete años a la ciudad refugio, fue como la mayoría del exilio español, no un académico, sino un obrero calificado, que lo mismo trabajó en una herrería que en una fábrica de coches. Ella y sus siete hermanos vivieron en la colonia Álamos, atrapada por avenidas gigantes, y es producto de la educación pública, laica y gratuita de la Revolución Mexicana: la primaria Estado de Chiapas, en la calle de Castilla 91 –que tuvo que ser demolida tras el terremoto de 1985–, la secundaria técnica 59, en la colonia Guerrero, el CCH Sur y la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Nacional.
No hay nada privilegiado en su origen periodístico y eso explica por qué resuena en nuestro imaginario de la libertad de expresión: entra por casualidad a redactar noticias financieras en la televisora del Estado que unos años después sería privatizada (Imevisión), y es empática, no con los empresarios y sus juntas directivas –como es común en la cortesanía de los “periodistas financieros”–, sino con los ahorradores del crack bursátil que en 1987 lo perdieron todo.
Hace, en Radio Educación, un programa sobre derechos humanos, conduce el programa de los partidos políticos del Instituto Federal Electoral (IFE, el único árbitro electoral que tuvimos y perdimos), es consejera ciudadana durante la elección para elegir por primera vez al jefe de Gobierno en la Ciudad de México, y aprovecha, junto con Javier Solórzano, la breve “apertura” de los corporativos hacia la persecución fugaz y fallida por la credibilidad: MVS, Imagen, Televisa, W Radio.
Pero son las censuras las que hacen de Carmen Aristegui un personaje que habita el centro de nuestra histórica esfera pública: se le despide de Televisa –en realidad quien desbarata el contrato es Grupo Imagen– por ventilar en televisión abierta la pederastia de los Legionarios de Cristo y el padre Marcial Maciel; se le intenta sacar de MVS por darle eco a una denuncia de un diputado de oposición sobre las adicciones del presidente Felipe Calderón (aquí comienzan las reuniones espontáneas de los ciudadanos, no para protegerla –se asume que no lo necesita–, sino para exigir los derechos de la audiencia); se le saca, finalmente, por órdenes del presidente Peña Nieto por transparentar el conflicto de intereses de la Casa Blanca; un soborno que se recibió a cambio de contratos de obra pública.
Pero ella, fiel al imaginario, sigue, desde los canales digitales, con sus denuncias. Y se le acosa con demandas “comerciales” cada vez más desesperadas, con notas donde los voceros del régimen la llaman “santona” –como si la ética, en el país de los corruptos, ya sólo pudiera ser un signo de gracia divina– o que sus trabajos son producto del ansia de venganza.
Por el aprecio de los guerrerenses, en días pasados recordé otro. El 18 de enero de 2015, tras la muerte de Julio Scherer –acaso, junto con los Flores Magón, el periodista que encarnó nuestro imaginario de la verdad como resistencia–, en casa de Carmen Aristegui –un muy ordenado departamento en condominio en el sur de la ciudad– alguien tocó a la puerta. Los invitados esperábamos un pastel de cumpleaños con 50 velitas que se había tardado en llegar como unas tres horas. Cuando la periodista abrió, recibió una maceta con flores. Al abrir la tarjeta, primero sonrió y, después, se desconcertó.
–¿Quién te mandó flores, Flores? –algunos fastidiamos.
–Es de Julio Scherer –dijo.
Descreídos, un poco burlones, nos fuimos pasando la tarjeta, de mano en mano, verificando la letra manuscrita y la firma autógrafa. Ella sonrió al momento en que cada uno fuimos comprobando, con aspavientos, que lo que decía era verdad.