El pueblo que dijo basta

Sin Filtros; por Brenda Ramos
Durante años, un mismo grupo gobernó sin contrapesos. Amparados por el poder, decidieron que su voz era la única válida, que su voluntad estaba por encima de la ley y que el pueblo debía conformarse. Controlaban instituciones, presupuestos, decisiones y destinos. El poder se convirtió en su propiedad, y el silencio en su escudo.
Los que se atrevían a cuestionarlos eran señalados, perseguidos, calumniados. Se les desacreditaba en público y se les asfixiaba en privado. A los opositores se les veía como enemigos del orden. Cada crítica era respondida con burla o violencia. Cada señalamiento era ignorado o tergiversado. No había espacio para la disidencia; sólo había un camino: el que ellos marcaban.
Durante mucho tiempo, eso funcionó.
Hasta que algo empezó a romperse. Al principio fueron unos pocos ciudadanos los que dejaron de guardar silencio. Se les intentó callar con las mismas armas de siempre: la intimidación, el desprestigio, la burla. Pero esa vez, no funcionó. Esas voces sembraron duda. Y la duda se volvió conciencia.
Poco a poco, la verdad comenzó a abrirse paso entre la propaganda. La gente empezó a mirar con otros ojos. A desconfiar. A hablar. Ya no bastaban los discursos vacíos ni las promesas recicladas. Ya no era suficiente con ocultar los abusos. El pueblo comenzó a ver con claridad lo que siempre había estado frente a sus ojos: un régimen sostenido por el miedo, la simulación y la corrupción.
Y fue entonces cuando ocurrió lo inevitable: el quiebre.
La gente dejó de creer.
Los defensores del régimen, los aduladores de oficio, los voceros del poder…
todos ellos comenzaron a ser vistos como lo que eran: cómplices.
La ciudadanía los llamó por su nombre.
Les dijo vendidos.
Les cerró la puerta de la credibilidad.
Y cayeron junto con el sistema que defendieron.
Porque cuando un pueblo despierta, nada vuelve a ser igual.
Porque ningún poder, por más fuerte que parezca, puede sostenerse sin el respaldo de la gente.
Todo esto ocurrió ocurrió en Chile, en 1988.
Un dictador llamado Augusto Pinochet creyó que podría perpetuarse en el poder a través de una Constitución hecha a su medida. Convocó a un plebiscito, convencido de que nadie se atrevería a enfrentarlo. Y cuando la gente empezó a organizarse, su régimen hizo lo que sabía hacer: los minimizó, los atacó, los acusó de querer destruir al país. Los ridiculizó.
Pero ya era tarde.
La oposición se unió. La ciudadanía perdió el miedo. Y esa campaña del NO, alegre y valiente, cruzó cada frontera del silencio.
Ganaron las urnas. Ganó el pueblo. Cayó el régimen.
Ayer, en una ciudad al norte de México, la historia pareció querer repetirse.
Ayer, la gente salió a las calles.
No fue una movilización artificial ni un acto político disfrazado.
Fue el eco de una conciencia colectiva que crece, que se fortalece, que ya no acepta más.
Y aunque algunos se esfuerzan por minimizarlo, aunque otros se burlan o miran para otro lado, lo cierto es que algo cambió.
Reynosa ya despertó.
Y como en Chile, cuando el pueblo dice basta,
ninguna estructura, por más blindada que parezca, puede evitar lo inevitable.
La historia ya comenzó.
La alegría ya viene.