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El Ego: el enemigo silencioso del poder

Sin Filtros; por Brenda Ramos

El ego de un líder puede ser el mayor obstáculo para el progreso de sus representados, pues cuando este lo domina, se convierte en un factor decisivo que afecta la vida de millones. Cuando el poder se convierte en una extensión de la necesidad de ser admirado, de demostrar superioridad o de controlar la narrativa, las consecuencias son devastadoras. Y sus cargos que deberían centrarse en el servicio público, se transforman en escenarios donde la vanidad reina, y el pueblo se convierte en simples espectador de un espectáculo cuyo costo es demasiado alto.

Los ejemplos de esta dinámica destructiva son abundantes. Líderes que, cegados por su propio ego, han dejado de escuchar a sus equipos, han ignorado la voz de la sociedad civil y han puesto en peligro el bienestar común. La historia está plagada de figuras políticas que, creyéndose invulnerables, han caído en el despotismo. No es solo un problema que afecte a radicales, el poder es tan peligroso que puede convertir al más democrático en su peesa. La necesidad de mantener una imagen pública inmaculada, de estar en los titulares, de recibir el aplauso, es un veneno lento pero letal.

En muchas ocasiones, los líderes, enfrentados a una crisis, priorizan su propia reputación sobre la gestión efectiva. En lugar de admitir errores o rodearse de expertos capaces, optan por decisiones que solo alimentan su imagen pública, mientras el pueblo sufre las consecuencias. Atrapados en su propio reflejo, estos “representantes de la ciudadanía” no son capaces de tomar las decisiones difíciles necesarias para el bienestar del pueblo. El ego, en estos casos, actúa como un verdugo silencioso.

El daño que el ego inflige en la esfera pública es incalculable. Se ha visto cómo gobiernos enteros se paralizan porque su líder es incapaz de aceptar una derrota, de asumir una crítica o de permitir que otros brillen. Cuando un líder no gobierna para su pueblo, sino para su propia imagen, los puentes que podrían haberse construido entre ellos se convierten en murallas.

Es muy notorio cuando el EGO les domina, pues las decisiones que deberían tomarse en beneficio de la ciudadanía se ven condicionadas por la necesidad de mantener un control total sobre el hueso y el poder. Así, el ego no solo contamina la política, sino que destruye el tejido democrático, socava la confianza en las instituciones y fragmenta a la sociedad. La polarización que hoy se vive no es más que el resultado directo de la suma de muchos egos desmedidos que han puesto sus intereses por encima de la verdad y del bienestar colectivo.

Es muy cuestionable que, en lugar de promover la autocrítica y la humildad, muchos sistemas políticos alimentan el ego de los líderes, atacando desquiciada mente a sus críticos. Las redes sociales, los medios de comunicación y la propia estructura del poder generan un entorno donde el gobernante se ve obligado a proyectar una imagen de infalibilidad, de fuerza, de superioridad. Esto crea una espiral en la que cada error se niega, cada fracaso se disfraza y cada crítica se ataca con vehemencia, en la mayoría de los casos desde el anonimato.

El político gobernado por su ego no es solo ineficaz, es peligroso. Sus decisiones ya no se toman con base en el análisis o la estrategia, sino en su necesidad constante de validación.

Al final, el ego es un traidor silencioso. Con una mano da poder y con la otra lo arrebata, dejando a los líderes vacíos y al pueblo, desilusionado. ¿Cuántos más caerán antes de que lo comprendan?

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