LA PRESIDENCIA IMPERIAL
Héctor Garcés.
La Presidencia Imperial y su manejo discrecional no es un invento del testarudo y obstinado Andrés Manuel López Obrador.
Ni siquiera fue una invención de los priistas, aunque, de manera notoria, la perfeccionaron a lo largo de setenta años.
Autoritario, megalómano, Carlos Salinas de Gortari quitó gobernadores a su antojo y entregó empresas paraestatales a precios de remate a sus más estimados amigos, entonces empresarios de poco peso y escasa influencia (entre ellos Carlos Slim y Ricardo Salinas Pliego).
En su exceso, en la ambición desmedida, Plutarco Elías Calles, fundador del Revolucionario Institucional, creó el Maximato. Era el Jefe Máximo. Ponía presidentes e imponía su ley… hasta que Lázaro Cárdenas lo mandó al exilio.
Antes, el general Porfirio Díaz se alzó como dictador, líder de un virtual Imperio.
El Porfiriato benefició a unos pocos: familiares, amigos e inversionistas extranjeros. De forma ruin, insensible, olvidó a la gran mayoría, obreros y campesinos, millones en la pobreza.
Cierto, con mano de hierro generó tres décadas de ‘estabilidad’ y ‘desarrollo’ nunca antes vistas, pero de grave y profunda injusticia social, detonante de una Revolución.
En el país de un solo hombre, el singular Antonio López de Santa Anna se convirtió en ‘Alteza Serenísima’. Frívolo, hizo y deshizo.
Fueron, sin duda, los tiempos más oscuros y difíciles de la república al perder más de la mitad de su territorio.
Fragmentado y polarizado, el país se hundió víctima de la ambición y expansión de la futura potencia mundial, la nación de la bandera de las barras y las estrellas. Desde entonces, la tierra azteca es un simple patio trasero dedicada a aportar mano de obra barata.
Tras encabezar una meticulosa y efectiva operación política que condujo a la Independencia de México, Agustín de Iturbide se enamoró del poder y se alzó como Emperador. Pagó con su vida.
La lección histórica indica que quien llega a la presidencia en México pierde el piso. Fascinados ante el encanto del poder, muchos pierden la cordura. Todos, soberbios, dejan de escuchar. Esa es la característica esencial.
Unos fueron de derecha, otros de izquierda, conservadores o liberales, centralistas o federalistas. Algunos más sin ideología, movidos tan solo por el simple pragmatismo. Eso sí, todos se sintieron (se sienten) con derecho a manejar el poder a sus anchas y, por ende, el presupuesto, a su antojo.
Ese es el sello, ese es el estilo de ‘gobernar’ en el país de un solo hombre, en el México de la Presidencia Imperial.
Es un problema sociocultural que arrastra el país y que se replica, por acto reflejo, por único aprendizaje existente, en otros niveles de gobierno.
¿Cómo terminar con este viciado patrón de conducta de la clase política y de la sociedad mexicana que se ha prolongado por tanto tiempo? Una opción inmediata es un Congreso que en verdad ejerza su Poder, su función, su razón de ser en una república. Es decir, que los diputados sirvan para algo.
Otra alternativa de mayor calado es la educación. Un cambio profundo, proveniente desde el salón de clases, desde los contenidos educativos. Que en las aulas enseñen a pensar, a razonar, que cultiven la ciencia y el arte, la disciplina como modelo para salir adelante ante cualquier reto. En síntesis, crear ciudadanos, con derechos y obligaciones.
Un cambio que, por supuesto, no conviene a quienes llegan al poder porque, una vez ahí instalados, aunque se digan demócratas, ambicionan el control total, el gobierno como patrimonio personal, el absolutismo, la Presidencia Imperial.