Columnas

El amor joven del dictador

RODOLFO SALAZAR GONZÁLEZ

Carmen Romero Rubio fue hija de Manuel Romero Rubio y Agustina Castelló, Carmelita fue concebida en Europa cuando su padre era perseguido político de Maximiliano. Al regresar a México, los Romero Rubio vivieron por algunos meses refugiados con la familia de su mujer, en Tula, Tamaulipas, donde Carmen Romero Rubio nació.

Tenía 13 años cuando escuchó por primera vez el nombre de Porfirio Díaz, 15 años cuando lo vio y 17 años cuando lo conoció en persona, en aquella recepción para ella inolvidable, organizada por el Embajador Norteamericano John Watson Foster. Era el otoño de 1880. Temeroso el presidente de México le pidió a la mujer de Foster que lo presentara con la hija de Don Manuel Romero Rubio, es decir, la joven Carmelita.

Cautivado por su belleza el General Díaz inventó el cuento de que quería aprender inglés, con ese pretexto empezó a rondar a Carmelita, asistiendo al hogar de los Romero Rubio para recibir clases de un idioma que dominaba Carmelita, y que ya el «sesentón» Porfirio Díaz nunca quiso aprender. Su objetivo era conquistar a la maestra de inglés.

Todos esos horrores se eclipsaron cuando el General le dio como regalo de bodas los diamantes que brillaban en los gavilanes de su espada de gala, aquella que le regaló la Patria, por combatir a las fuerzas del imperio. Ella los guardó por el resto de sus días, y en París, durante el exilio, orgullosamente, se los enseñaba a Don José Vega Limón que fue el eterno Secretario particular de Porfirio Díaz y quien redactó el telegrama que Porfirio le mandó a Luis Mier: «Mátalos en caliente», muriendo en la miseria en París, cuidado afectuosamente por Carmelita, en una de las tantas habitaciones que tenía el Castillo de Moulins, que fue por más de 25 años en París el hogar de los Díaz.

Carmelita sentía mucha pena que nunca le pudo decir la verdad al General Díaz cuando éste le preguntaba en las playas de Biarritz a donde acudía a asolearse, qué fin habían tenido en México sus propiedades. Sólo se atrevió a decirle una vez que los revolucionarios mexicanos se habían apoderado de la Villa de Mixcoac, la preferida del Dictador y que él llamaba «Molino de Rosas» -y que un tal José Vasconcelos vivía en ella-. El General con los ojos tristes y en voz baja le contaba: «Yo conocí a Vasconcelos, era hijo de Carmela Calderón, una niña que durante la guerra de Reforma me curó las heridas que me dejaron en la batalla de Tlaxiaco». Y se callaba. Para luego decirle: «era nieto de Joaquín Vasconcelos, un comerciante de origen portugués que conocí en el Seminario de Oaxaca. Se hizo rico como comerciante». Carmelita cerraba los ojos, y le dio rienda suelta a la imaginación, como si el ciclo de sus vidas se cerrara.

Sin saber por qué recordó el hermoso vestido que lució el día de la boda cuando se unió para siempre con Porfirio: Era un fabuloso traje de faya gris engalanado con blondas de abalorios y perlas; que gracias a Cocó Chanel (a quien conoció en París) pudo conservar hasta los casi noventa años de vida que vivió por unos polvos con que roseaba el ropaje.

También recordó sonriendo que le habían llegado noticias de que su excocinero Herman Bellinghausen (a quien había corrido por tomar dinero destinado para la compra de la comisaria de la casa presidencial) había abierto un restaurante que tenía mucho éxito en estos días: «La Culinaria». Así mismo recordó los pesares en que había caído la hija mayor de Porfirio: Amada; quién no soportaba la vergüenza de que Nacho de la Torre, su esposo, se hubiera declarado públicamente homosexual, después del escándalo que causó con el club los «41».

Pero lo que siempre recordó (lo cuenta en sus memorias) fue el enorme privilegio que le dio la vida, de haber vivido días memorables para México a lado de su amado General Porfirio Díaz.

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