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Todos los agricultores de Tamaulipas se suman a paro nacional

El campo al límite: la voz de los agricultores de Tamaulipas.

Gastón Arriaga Lacorte

En México, sembrar se ha vuelto un acto de fe. En Tamaulipas, una apuesta cada vez más arriesgada.
Los agricultores del norte del país, cansados de sembrar sin ganar, hoy exigen algo tan básico como justo: precios de garantía reales y un alto a la avalancha de maíz importado que llega desde Brasil y Estados Unidos a precios imposibles de competir.

Mientras el gobierno federal presume programas sociales y subsidios al bienestar, el campo -ese que alimenta al país- se marchita entre la indiferencia y la importación. Las cifras son frías, pero reveladoras: México importó este año más de 16 millones de toneladas de maíz, en su mayoría estadounidense. Eso equivale a llenar el Estadio Azteca unas 160 veces, mientras miles de productores locales no encuentran a quién vender su cosecha.


El drama tamaulipeco

En Tamaulipas, los agricultores viven esa crisis con rostro propio. Las bodegas de Altamira y González guardan miles de toneladas de maíz sin comprador, mientras los industriales optan por traer grano extranjero más barato. En algunos casos, incluso de Brasil, país que ha encontrado en México un mercado abierto y desprotegido.

A eso se suman sequías prolongadas, altos costos de fertilizantes y falta de apoyo crediticio, que han dejado a muchos productores al borde de tirar la toalla. «No pedimos regalos, pedimos justicia», dicen los campesinos que han salido a las carreteras del país, reclamando un precio base de 7 200 pesos por tonelada, cuando el gobierno apenas ofrece 5 800.

El problema no es solo económico: es social. Cada hectárea que deja de sembrarse es una familia menos que puede sostenerse, una comunidad rural más que se vacía, un pedazo del país que se apaga en silencio.


Importar lo que podríamos producir

La paradoja es cruel. México, cuna del maíz, depende cada vez más de comprarlo en el extranjero. Las políticas agrícolas han sido cortoplacistas, y los acuerdos comerciales -como el T-MEC- abrieron la puerta a granos subsidiados de Estados Unidos que destruyen la competitividad del productor nacional.

El resultado: el campesino mexicano no compite contra otro agricultor, sino contra una maquinaria industrial y financiera que le pone precio a su trabajo desde otro país. Y en ese juego, el campo pierde siempre.


Tamaulipas, espejo de lo que viene

Tamaulipas podría ser el espejo del futuro del campo mexicano si nada cambia: tierras fértiles abandonadas, cosechas sin comprador y jóvenes que prefieren emigrar antes que heredar la tierra.
El problema no es la falta de esfuerzo -el agricultor tamaulipeco siempre ha sabido trabajar-, sino la ausencia de políticas públicas coherentes y sostenibles.

La petición es clara y razonable: precios de garantía que cubran los costos reales de producción, controles a las importaciones que destruyen el mercado interno, y programas de financiamiento accesibles para pequeños productores.
Sin esas medidas, hablar de «soberanía alimentaria» no es más que un discurso vacío.

Una causa que trasciende el campo

Defender al agricultor no es un asunto del campo: es un asunto de país.
Porque cuando el productor deja de sembrar, el país entero pierde independencia alimentaria. Y cuando el gobierno prefiere comprar barato afuera en lugar de producir con dignidad adentro, está hipotecando su futuro.

Tamaulipas no pide caridad, pide justicia.
El grano que da identidad a México merece algo más que discursos. Merece una política que lo proteja, una industria que lo valore y un gobierno que lo escuche.

Si dejamos morir al campo, moriremos con él. Y cuando ya no haya maíz que sembrar, no habrá nación que defender.

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