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Ana María Ibarra Olguín: El Legado de la Justicia

Por. J. Eduardo Pacheco Torres

En tiempos en los que la justicia en México se encuentra en una encrucijada, el nombre de Ana María Ibarra Olguín emerge con la fuerza de una historia que no se cuenta desde el privilegio, sino desde la lucha. No es producto de los pactos en la penumbra ni de los linajes de la comodidad. Su historia, que se remonta a las aulas humildes de una Normal en Lerdo, Durango, es la historia de una estirpe que hizo del compromiso social un destino y de la enseñanza un acto de resistencia.

Se habla mucho del perfil de quienes aspiran a la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Se examinan credenciales, títulos, publicaciones. En ese terreno, Ibarra Olguín sobresale: más de treinta libros, una trayectoria académica intachable y un rigor jurídico que la coloca como una de las voces más sólidas de su generación. Pero su verdadera carta de presentación no está solo en las páginas de sus obras, sino en las batallas que han forjado su carácter.

Porque Ana María Ibarra Olguín no es solo una jurista. Es heredera de una tradición que no busca la justicia en los códigos fríos, sino en la vida misma. Su historia está entrelazada con aquellos que, en los momentos más oscuros del país, apostaron por la dignidad antes que por el acomodo. Nació en una familia que entendió que la educación es el primer acto de emancipación, que supo que la escuela es un territorio de combate y que la justicia no puede construirse desde la comodidad de los escritorios, sino desde el compromiso con los que menos tienen.

Quienes la formaron no fueron figuras de ocasión. En sus filas se cuentan aquellos que, sin pedir nada a cambio, dedicaron su vida a la defensa de los derechos, a la organización social, a la construcción de un país más justo. Muchos de ellos no aparecen en los libros de historia, pero su huella es indeleble en la conciencia de un movimiento que nunca claudicó. Estuvieron ahí en la resistencia magisterial, en las luchas democráticas, en los años en los que la esperanza parecía una causa perdida y en los tiempos en que la justicia fue un privilegio y no un derecho.

El poder judicial ha sido, por años, un territorio dominado por élites que han dictado sentencias desde la comodidad de su mundo cerrado. La llegada de una mujer con esta historia, con esta formación, con este compromiso, significa algo más que una designación: es una ruptura con el pasado, un recordatorio de que la justicia no puede seguir siendo un concepto vacío.

Si la Suprema Corte quiere recuperar la confianza de un pueblo que ha sido testigo de la impunidad, si quiere realmente encarnar el ideal de la justicia que su nombre lleva, necesita perfiles como el de Ana María Ibarra Olguín. Una mujer que no ha hecho de la política su trampolín, sino su causa. Que no ha buscado poder, sino justicia. Que no ha pactado con la comodidad, sino con la verdad.

Su posible llegada al máximo tribunal no es solo una decisión jurídica o política. Es la confirmación de que la justicia, cuando es verdadera, no se decreta: se construye con historia, con principios y con compromiso. México necesita jueces y ministras con memoria, con vocación y con valentía. Y, sobre todo, con la certeza de que la justicia, cuando es real, nunca ha sido un privilegio: ha sido, y debe seguir siendo, el derecho de todos.

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