¡De película! Una silla de la Suprema Corte
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Por: J. Eduardo Pacheco Torres
Cuando pensamos en jueces y ministros con trayectorias impecables, solemos imaginar figuras de películas: juristas que han estudiado en las mejores universidades del mundo, que han trabajado en organismos internacionales, que han influido en sentencias históricas y que, además, tienen una profunda vocación por la justicia social. Pero no es ficción. En México existe un perfil así: Ana María Ibarra Olguín.
Su currículum es tan impresionante que parecería el de una protagonista de una serie sobre la élite del derecho global. Doctorada en Derecho por la Universidad de Virginia, con estudios en Yale y una maestría en la misma institución, Ana María Ibarra no solo ha transitado por las aulas de las universidades más prestigiosas del mundo, sino que también ha sido una de las mentes detrás de resoluciones clave en la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Durante una década, trabajó codo a codo con el ministro Arturo Zaldívar, en una de las ponencias más trascendentes en la historia reciente del máximo tribunal. Desde ahí, influyó en la redacción de sentencias que definieron los límites del poder público, los alcances de los derechos humanos y la evolución del derecho constitucional en México. Después, al frente del Centro de Estudios Constitucionales de la SCJN, no solo promovió la investigación jurídica, sino que también coordinó publicaciones fundamentales para la interpretación del derecho en nuestro país.
Pero su camino no terminó ahí. Como magistrada de circuito, ha seguido marcando pauta en la impartición de justicia. Su trabajo en el Décimo Tribunal Colegiado en Materia Administrativa ha sido crucial para la resolución de casos complejos que impactan directamente en la vida de miles de personas. Su liderazgo fue reconocido cuando asumió la presidencia de este tribunal, confirmando su capacidad para dirigir y tomar decisiones en los más altos niveles del Poder Judicial.
Además de su impresionante labor en los tribunales, Ana María Ibarra ha trabajado en organismos como la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, contribuyendo a la construcción de diagnósticos sobre el acceso a la justicia para comunidades indígenas. También ha sido parte de clínicas de derechos humanos en el extranjero y ha colaborado en la elaboración de Amicus Curiae para la Corte Interamericana de Derechos Humanos, un nivel de incidencia que pocos juristas mexicanos pueden presumir.
A esto se suma su vocación académica. No es solo una operadora del derecho, sino también una formadora de generaciones de juristas. Ha impartido clases en el ITAM, el CIDE, la Escuela Libre de Derecho y la Escuela Federal de Formación Judicial. Sus cursos no se limitan a la teoría jurídica; buscan transformar el pensamiento de quienes mañana serán jueces, abogados y defensores de derechos humanos.
La pregunta, entonces, no es si México merece una ministra como Ana María Ibarra Olguín. La pregunta es si podemos permitirnos no tenerla en la Suprema Corte. En tiempos en los que el Poder Judicial enfrenta uno de los mayores desafíos de su historia, necesitamos mentes brillantes, independientes y con un compromiso absoluto con la justicia. México necesita jueces que entiendan la ley, pero que también comprendan su impacto en la vida de las personas.
Ana María Ibarra Olguín no es solo una abogada brillante, es el tipo de jurista que define el futuro de una nación. Y si aún creemos que perfiles como el suyo solo existen en las películas, es momento de mirar más de cerca. La realidad es que está aquí, y su lugar natural está en la Suprema Corte de Justicia de la Nación.