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El peso de una doble vida

Sin Filtros; por Brenda Ramos

En la historia del poder, pocas cosas resultan más peligrosas que un gobernante incapaz de vivir en coherencia consigo mismo. Calígula, el infame emperador romano, es quizás el mejor ejemplo de cómo una vida dividida entre lo que se es y lo que se aparenta puede convertir el gobierno en un campo de batalla personal, donde el pueblo y la corte terminan pagando el precio de frustraciones ocultas.

Un líder con una doble vida no solo gobierna mal, sino que gobierna contra su propio pueblo. La incapacidad de expresar lo que realmente son o desean los convierte en figuras llenas de resentimiento. Ese resentimiento, que debería ser un problema privado, se transforma en políticas erráticas, decisiones caprichosas y, en el peor de los casos, en una vendetta constante contra quienes les rodean.

Calígula gobernó Roma como un emperador en guerra, no con el exterior, sino con sus propios fantasmas. Su paranoia lo llevó a inventar enemigos donde no los había, a castigar inocentes y a tomar decisiones absurdas, como humillar a senadores o nombrar cónsul a su caballo. No porque buscara fortalecer su poder, sino porque su incapacidad de ser auténtico lo llenaba de rabia, y esa rabia tenía que encontrar un destinatario.

Hoy, los nuevos Calígulas no son tan distintos. Los hay en despachos presidenciales, en oficinas gubernamentales, en parlamentos y hasta en alcaldías. Son figuras que llevan una vida pública completamente divorciada de su realidad personal, atrapadas por el miedo al juicio de los demás y esclavizadas por la imagen que deben proyectar. Pero esa división no solo los consume a ellos; destruye a todos los que dependen de su liderazgo.

Cuando un gobernante vive en una constante lucha interna, su capacidad de tomar decisiones sensatas desaparece. Gobernar deja de ser un acto de servicio para convertirse en un mecanismo de defensa. Cada política, cada reforma, cada discurso está teñido por el deseo de reafirmar una autoridad que ellos mismos sienten en peligro. Y así, en lugar de construir, destruyen; en lugar de liderar, atacan.

El problema no es solo que no pueden vivir como quieren, sino que hacen que los demás paguen por ello. Su corte se convierte en un campo de pruebas donde descargan su frustración. Sus funcionarios son víctimas de desplantes y humillaciones. Y su pueblo, el más inocente en esta ecuación, sufre las consecuencias de decisiones tomadas desde el miedo, el rencor y la inseguridad.

Un líder con una doble vida no gobierna; sobrevive. Pero en su supervivencia arrastra a toda una nación al caos. Como Calígula, convierten su mandato en una serie de venganzas personales, disfrazadas de decisiones de Estado. Y, como en la Roma de aquel entonces, el costo de su incapacidad y su cobardía, siempre lo paga el pueblo.

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