Manipulación política: la enfermedad como estrategia
Sin Filtros; por Brenda Ramos
En la arena política, la manipulación es un arte practicado con maestría por muchos líderes. Desde la creación de “cortinas de humo” para desviar la atención de los problemas reales, hasta el uso del miedo para consolidar el poder, hemos visto cómo estas tácticas desdibujan la frontera entre la ética y el cinismo. Sin embargo, hay una técnica que pocos se atreven a cuestionar abiertamente: el uso de enfermedades, sean ciertas o no, para generar empatía y sostener el poder.
Así como algunos políticos distraen con escándalos superficiales o polarizan para fragmentar a la sociedad, hay quienes han convertido su condición médica en una herramienta política. En 2011, Cristina Fernández de Kirchner anunció que padecía cáncer de tiroides, lo que desató una ola de solidaridad, solo para que más tarde se revelara que el diagnóstico había sido erróneo. No obstante, el mensaje ya estaba dado: la presidenta se había presentado como una figura vulnerable, luchando no solo por su vida, sino también por la nación. Un caso similar se vio con el fallecido presidente venezolano Hugo Chávez, quien convirtió su batalla contra el cáncer en un símbolo de resistencia, mezclando su enfermedad con el destino de su revolución bolivariana. Mientras más se debilitaba su cuerpo, más se fortalecía la narrativa de que su liderazgo era indispensable.
¿Pero hasta qué punto es legítimo utilizar una enfermedad como escudo ante la crítica o como arma para ganar simpatía? En cualquier otro ámbito laboral, si un empleado no puede cumplir con sus responsabilidades, se le reemplaza. Los ciudadanos no gozan del privilegio de mantener su trabajo a pesar de estar incapacitados. Pero en la política, la enfermedad de un líder se convierte en una estrategia de inmunidad. Los políticos, quienes ya disfrutan de poder y privilegios, convierten su vulnerabilidad en una fortaleza mediática, algo que un ciudadano común jamás podría permitirse.
Esta dinámica plantea una cuestión esencial: ¿puede un político enfermo seguir liderando efectivamente, o debería dar un paso al costado por el bien común? Es importante aclarar que el problema no es la enfermedad en sí misma, sino la forma en que se instrumentaliza para evitar rendir cuentas o delegar responsabilidades. Chávez, por ejemplo, siguió aferrado al poder mientras su estado de salud empeoraba, dejando a Venezuela sin dirección clara durante meses cruciales. En lugar de asumir con transparencia las limitaciones que su condición imponía, se tejió un mito en torno a su sacrificio, mientras el país se hundía en la incertidumbre.
Al mismo tiempo, Cristina Fernández enfrentaba el fin de su mandato utilizando su supuesta enfermedad para apelar a la lástima en lugar de a la responsabilidad. No se trata de negar la empatía que merece cualquier persona que enfrente un problema de salud, sino de exigir a los políticos el mismo estándar que se pide a cualquier trabajador: si no puedes cumplir con tu labor, alguien más debe hacerlo. ¿Qué diríamos si un médico, un maestro o un trabajador de cualquier industria dijera: “No puedo hacer mi trabajo porque estoy enfermo, pero mantendré mi salario y mi puesto indefinidamente”? La respuesta sería clara: no es viable.
Y sin embargo, los políticos se mantienen en sus puestos, con inmunidad política y mediática, mientras el pueblo—ese mismo que votó por ellos—se enfrenta a una realidad en la que perder el empleo por enfermedad es una posibilidad real y constante. El pueblo necesita líderes que estén a tiempo completo, que enfrenten las crisis con claridad y que tengan la capacidad de tomar decisiones cruciales. No es suficiente que un líder sea carismático o que inspire simpatía si no puede cumplir con las responsabilidades que el cargo exige.
Lo más irónico de todo esto es que mientras los políticos juegan con las emociones del electorado, la desigualdad sigue latente. El poder político, al contrario de lo que se predica, no siempre está al servicio del pueblo. En vez de construir un sistema equitativo donde todos, enfermos o no, tengan las mismas oportunidades, se perpetúa la idea de que aquellos en el poder tienen el derecho de mantener sus posiciones, sin importar su capacidad real de gobernar.
En política, como en cualquier otro trabajo, debe prevalecer la eficiencia, el compromiso y la transparencia. Si un político no puede cumplir con su labor a causa de una enfermedad, es su deber—no su derecho—dar un paso al costado y dejar que alguien más, con la energía y capacidad necesarias, tome las riendas.
La salud es un derecho humano, y la empatía hacia aquellos que enfrentan enfermedades es fundamental. Pero cuando se utiliza como un recurso de manipulación, cuando se convierte en un blindaje político, estamos ante una falta ética grave. Los ciudadanos no pueden permitirse líderes a medio tiempo. Como en cualquier otro trabajo, los políticos deben rendir cuentas por su desempeño, y si no pueden cumplir, entonces, como cualquier otro, deben ser relevados de sus funciones.