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La domesticación de las masas

Sin Filtros; por Brenda Ramos

El poder no siempre es lo que parece. A veces se impone con violencia, pero otras se transmuta en excusas, distracciones o presiones disfrazadas de “causas justas” y “obedecer la ley” por citar algunos.

En los años 90, México vivió una de las crisis económicas más devastadoras de su historia, marcada por el endeudamiento masivo, la devaluación del peso y el colapso del bienestar social. Mientras millones de mexicanos perdían empleos y hogares, otro fenómeno crecía en los hogares del país: las telenovelas. Pero ¿fue casual que, en medio de este panorama desolador, las producciones televisivas se convirtieran en el principal refugio de la población? No lo fue, ya que fue parte de una estrategia para distraer a las masas del verdadero problema.

Los datos no mienten. Entre 1994 y 2000, en los sexenios de Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo, México se endeudó a niveles sin precedentes. La pobreza aumentaba, pero en las pantallas de televisión, los mexicanos encontraban historias de amor, sacrificio y una promesa falsa: la idea de que la pobreza no era un problema, sino una condición noble. Telenovelas como María la del Barrio, María Mercedes y Marimar se convirtieron en fenómenos masivos. Thalía, con su papel de mujer pobre, sufrida, pero moralmente superior, ofrecía una narrativa reconfortante: el destino era generoso con los humildes, siempre y cuando aceptaran su lugar en el mundo.

Pero esta narrativa no era inocente. Las telenovelas promovieron una “cerca mental” en la población. Los personajes, aunque sufrían, no luchaban activamente por mejorar sus vidas. Su salvación no venía del trabajo duro ni de la lucha colectiva, sino del amor de un hombre rico o de un golpe de suerte. Este mensaje apaciguador fue clave en un momento en el que las condiciones estaban dadas para una rebelión social. En lugar de cuestionar las políticas económicas que los mantenían en la pobreza, las masas se entretenían con dramas ficticios que, sin darse cuenta, moldeaban su comportamiento y aspiraciones.

El poder político de esa época no se limitó a las decisiones económicas. También supo controlar la narrativa pública. Las Televisoras se convirtieron en peones estratégicos de un tablero mayor, donde el objetivo era claro: evitar que el pueblo mexicano se sublevara. Mientras los políticos y empresarios que rodeaban a Salinas y Zedillo se enriquecían, la población consumía historias que glorificaban la pobreza y minimizaban la ambición personal. ¿Cómo pedir a la gente que se rebelara, cuando sus ídolos en la televisión les enseñaban que la felicidad no dependía del esfuerzo, sino de aceptar su destino?

El término “domesticación de las masas” puede parecer exagerado, pero describe con precisión lo que ocurrió. Como un animal que se acostumbra a vivir atado y, aun cuando le quitan las cadenas, no intenta escapar, la población mexicana de los años 90 se acostumbró a su pobreza. Las telenovelas fueron las cadenas invisibles que mantenían a las personas conformes con su situación, esperando que algún día, como en las historias ficticias, el destino las salvara. Esta narrativa no solo evitaba el descontento social, sino que desarmaba cualquier posibilidad de resistencia organizada.

No fue casualidad. Las telenovelas, tan promovidas y financiadas, sirvieron para distraer y domesticar a las masas. Las grandes audiencias de las noches de horario estelar eran el reflejo de un pueblo que, en lugar de alzar la voz contra el endeudamiento que lo aplastaba, encontraba consuelo en las lágrimas de una protagonista que sufría aún más que ellos. El control mediático, orquestado por políticos y empresarios, no solo apaciguó a una sociedad que pudo haber cuestionado la deuda que sus gobernantes acumulaban, sino que también desvió la atención de los grandes culpables de esa pobreza.

En la actualidad, aunque muchos creen que son libres y que sus decisiones responden únicamente a su voluntad, la influencia que los rodea constantemente moldea sus pensamientos, aspiraciones y acciones.
Las telenovelas de los años 90 son solo un ejemplo de cómo, a través de muchas plataformas, se imprime una narrativa que canaliza el descontento hacia el conformismo.

Este fenómeno es una pieza más en el tablero de la política, donde cada movimiento tiene un propósito calculado, una razón oculta, y donde los actores visibles no siempre son quienes mueven los hilos. Detrás de cada jugada política siempre hay un porqué, un objetivo claro, y un ejecutor que, con precisión y desde las sombras, manipula el curso de los acontecimientos para mantener el control.

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