El amparo de la vergüenza
Fuentes fidedignas. Por: Isaias Alvarez
La política mexicana tiene una habilidad peculiar: las leyes aquí se doblan, las reglas se tuercen, y las instituciones se tambalean cuando más deberían ser firmes. justo es el caso de Gerardo Peña. El hombre que hoy se sienta como diputado local es el ejemplo perfecto de cómo el poder se pasa la justicia por alto y la convierte en una broma. Peña, inhabilitado por la Secretaría de la Función Pública, no solo logró librarse del castigo con un amparo, sino que se plantó en el Congreso como si nada, con esa sonrisa cínica de quien sabe que da salió con la suya. Así funciona la inmunidad en México, más cercana a la impunidad que a la justicia.
Lo más irónico es que Peña, a pesar de estar acusado de negligencia administrativa por el supuesto reparto de notarías a amigos, parientes y demás aliados del PAN, se presenta como si fuera un modelo de integridad. Su “trayectoria limpia”, dice él, debería ser suficiente para que nadie dude de su honorabilidad. Con un amparo bajo el brazo y el fuero asegurado al rendir protesta, ahora tiene un escudo casi impenetrable. Pero, la ley, esa que tanto afecta a todos los demás, parece no aplicar cuando se trata de los políticos influyentes. Para ellos, siempre hay una salida; siempre hay un “pero” que los libra de las consecuencias.
El fuero, ese invento que se suponía iba a proteger a los legisladores de persecuciones políticas, se ha convertido en el comodín perfecto para los corruptos. Ya no se trata de proteger la función legislativa; se trata de garantizar que los errores o delitos de los políticos queden impunes. Mientras la gente común enfrenta un sistema judicial lleno de trabas y se juega el poco patrimonio que tiene por una resolución, los de arriba, como Gerardo Peña, encuentran siempre la manera de sortear las reglas y salir bien librados.
Peña accedió al salón del pleno del Congreso y, desde su curul, se puso de pie para rendir protesta. Así de simple, con ese acto, adquirió el fuero que ahora lo protege. No es cualquier cosa: es la inmunidad que lo mantiene a salvo de las investigaciones que ya deberían haber arrojado resultados. Mientras tanto, la justicia, esa de la que tanto se habla en los discursos, sigue siendo esquiva, sigue siendo una promesa incumplida. Las víctimas de la corrupción, los que pagan las consecuencias de las malas decisiones, están fuera del Congreso, intentando salir adelante como pueden, mientras los políticos se siguen blindando.
La doble moral es evidente. El PAN, el partido que se llena la boca hablando de transparencia, tiene a Peña, un diputado acusado de usar su poder para repartir notarías como si fueran dulces. Hablan de limpiar la política, pero con cada acción, lo único que hacen es ensuciarla más. Y ahí está Peña, que sin una pizca de autocrítica asegura que su trayectoria es impecable, mientras el sistema judicial se adapta a su conveniencia.
La impunidad de los poderosos no solo destruye la credibilidad del sistema, sino que manda un mensaje claro: si tienes poder y buenos abogados, puedes romper las reglas, esquivar las consecuencias y seguir como si nada. Gerardo Peña lo sabe y lo demuestra cada vez que se presenta en el Congreso con el amparo en una mano y la inmunidad en la otra. Cada vez que repite su discurso de integridad, sin sonrojarse siquiera. Y cada vez que las instituciones, esas que deberían proteger al ciudadano, terminan sirviendo de escudo a quienes más las ensucian.
Lo que queda al final es un sistema político que parece diseñado para proteger a los que tienen el poder. Así, la política mexicana sigue su curso, dejando claro que, en este país, la justicia tiene precio, tiene puertas traseras, y los que saben mover los hilos siempre encontrarán una manera de salir bien librados. Y Gerardo Peña es el ejemplo perfecto de cómo el poder y la justicia en México van por caminos separados.