13.000 dólares por la promesa de cruzar México: así se gestó la tragedia de los 55 migrantes fallecidos en Chiapas
El precio a pagar era muy alto, pero las expectativas también. Celso Pacheco tuvo que empeñar la escritura de su casa para conseguir el dinero. El trato que había hecho con la «mafia de coyotes» era de 100.000 quetzales (unos 13.000 dólares) por el traslado desde Ciudad de Guatemala a Houston, en Texas. Allí buscaría la forma de recuperar lo invertido y ayudar a su esposa, que esperaba en casa con sus tres hijos. La tragedia de Chiapas, en el sur de México, truncó esta semana su sueño y el de otros 150 migrantes que apostaron todo lo que tenían por la oportunidad de llegar a Estados Unidos. Ahora lo ha perdido todo, hasta las ganas de llegar al país del norte. «Lo importante es estar vivo», dice Pacheco, uno de los supervivientes del accidente que dejó el jueves 55 muertos y 107 heridos.
Pacheco, de 33 años, salió el martes de su país. Por la tarde ya había cruzado a México. Lo hizo a pie por Gracias a Dios, un minúsculo pueblo asediado por el tráfico de personas y uno de los puntos más peligrosos de esa frontera. Viajaba solo y en el camino se hizo amigo de otros tres migrantes. En grupo era más fácil sortear los escollos de una ruta muy hostil para los viajeros. «Compartíamos lo que comprábamos porque no cargábamos tanto dinero», cuenta el guatemalteco desde los pasillos de una pequeña clínica de la Cruz Roja en Tuxtla Gutiérrez, la capital del Estado de Chiapas, donde fue hospitalizado tras el accidente. «Íbamos riéndonos, bromeando en el camino», recuerda.
El grupo se fue ampliando. Algunos venían de las zonas más pobres de Guatemala, otros de República Dominicana, Honduras, Ecuador y hasta una persona mexicana. Pasaron la noche del miércoles en varias casas de seguridad en San Cristóbal de las Casas, a 150 kilómetros de la frontera. A las ocho de la mañana del jueves pasaron a buscarlos en pequeños camiones para trasladarlos a una parada a media hora de la ciudad, donde les dieron una comida para todo el día. Sobre la una de la tarde, seis coyotes que manejaban todo el grupo los subieron en el camión de la tragedia. El Kenworth de doble remolque al que subió Pacheco con sus tres amigos no era el único. «Había dos tráileres y en cada uno había 150 personas. Con el nuestro pasó lo que tenía que pasar, y el otro ya debe haber llegado a Puebla», dice. Sobre ese segundo las autoridades no han dicho nada.
Los viajes de migrantes en camiones han aumentado en respuesta a la militarización de la frontera y las carreteras en México. La estrategia del Gobierno de Andrés Manuel López Obrador en el año con más detenciones de migrantes de las últimas dos décadas ha sido desplegar cinturones militares para frenar las masivas corrientes hacia el norte. Un grupo de migrantes explicaba a este periódico que a la persecución en las rutas, se le ha sumado una orden federal a las empresas de autobuses de no vender pasajes a aquellos en condición irregular. Cada vez que se acercan a una ventanilla a comprar un ticket a otra ciudad, les piden la identificación, y con ella deciden si les venden o no. «Te obligan a sobornar para avanzar, y eso si tienes dinero», comenta Melvin Zúñiga, un hondureño de 27 años.
La travesía del Kenworth estaba pensada para durar unas 15 horas. La escala era Puebla, a 700 kilómetros de distancia, donde iban a ser escondidos en unas bodegas. Habían pasado poco más de dos horas cuando el tráiler se salió de control. El conductor tomó a cien kilómetros por hora una curva pronunciada en una autopista a la altura de Chiapa de Corzo, a las afueras de Tuxtla Gutiérrez. El límite de velocidad es de 80, por tratarse de una zona residencial junto al Cañón del Sumidero —un acantilado de gran profundidad que atraviesa el Estado—. Allí, el vehículo volcó y chocó primero con un poste de electricidad y luego contra la base de un puente peatonal. La caja del tráiler estalló y quedó reducida a un amasijo de hierros.
La Fiscalía mexicana dijo el viernes que la hipótesis principal de la causa del accidente fue el exceso de velocidad. Algunos migrantes contaban a este periódico que sintieron que el vehículo iba demasiado rápido, al punto de que sentados en el piso de la caja eran zamarreados de un lado a otro. Rubén Emerson, otro guatemalteco que sobrevivió, recuerda que iba sobre su mochila. El camión llevaba una apertura en el techo para ventilar. Los remolques habían sido agujereados para que los migrantes pudieran respirar. Hacía más de 30 grados y el hacinamiento producía «mucho calor humano», dice. «Éramos muchísimos, porque llenamos el tráiler y el tráiler era grande».
Les habían acomodado en filas de seis personas. Aún así se empujaban unos a otros con el movimiento del vehículo. Emerson corrió con la suerte de venir en la parte de atrás de la caja, como casi todos los supervivientes. El camión se partió en dos. Por un lado quedó la cabina del conductor, casi intacta, lo que le permitió salir con vida y huir a pie. Por el otro quedó el remolque, cuya parte de adelante sufrió el mayor golpe, que la dejó como si fuese un acordeón. La de atrás sufrió menos, lo que permitió a muchos sobrevivir a la mayor tragedia migratoria de los últimos años en México.
Emerson salió despedido con el impacto. «Todo se volvió muy oscuro, se volteó y todos salieron despedidos. No sé ni cómo llegue, pero desperté del otro lado de la calle», relata también desde el hospital. «Vi una luz y pude reaccionar, estaba boca abajo. Como venía con un primo, me preocupé por él y comencé a buscarlo. Lo encontré después, cuando sacaron muchos cuerpos, ahí estaba tirado».
Los vecinos fueron los primeros testigos de la imagen dantesca de la estela de cuerpos regados sobre la carretera. Jorge Gómez González tiene su casa frente al lugar del accidente. Lo llama el puente de la muerte por la cantidad de siniestros que ocurren allí. «Fue una carnicería, no lo puedo superar», dice el hombre, que asegura que estaba parado en la puerta de su casa y lo vio todo. Él ayudó a sacar a una chica de unos 25 años que terminó por morirse en sus propias manos. Emanuel Hernández, otro vecino que socorrió a las víctimas, dice que era «una imagen muy difícil de ver». «Había una nube de polvo y cuando se aplacó, empezamos a ver toda la gente tirada en la calle». En el lugar de la tragedia murieron 49 personas, las otras seis fallecieron en hospitales.
No había en Tuxtla Gutiérrez suficientes ambulancias. La médica Jessica Aguilar López estaba de guardia esa tarde en la clínica de la Cruz Roja. Era un día normal hasta que sonó el teléfono: el aviso del accidente. «Íbamos a recibir a 10 pacientes porque la unidad es pequeña y el número de camas es mínimo. Empezaron a llegar códigos amarillos, códigos verdes y los hospitales no daban abasto», cuenta. Fueron tres horas intensas en las que recibieron a 47 pacientes. El pequeño centro de salud se inundó de «gritos, sangre y dolor». Las salas y pasillos seguían el viernes cubiertas con colchonetas para atender a los migrantes. «Fue demasiado lúgubre observar la forma en la que iban llegando los pacientes», agrega.
Los migrantes agradecen la asistencia de los vecinos, que les dieron agua y mantas hasta que llegaron las autoridades. La ayuda no fue lo único que recibieron. Apenas sucedió el accidente, un grupo se acercó a robar las pocas pertenencias que le quedaban mientras estaban tirados inconscientes. «Otras personas se aprovecharon de la situación, yo tenía algo de dinero y me vaciaron toda la mochila», afirma Pacheco.
El guatemalteco perdió en la tragedia, además de sus pertenencias, a dos de los tres amigos que se había hecho. Como Emerson, que horas después de la tragedia esperaba la confirmación de la muerte de su primo. O Miguel Yáñez Ortega, que tuvo que reconocer el cuerpo sin vida de su cuñado, con quien habían pagado 150.000 quetzales (unos 19.500 dólares) con la esperanza de alcanzar el desgastado sueño americano. Nadie quiere pensar por ahora en volver a emprender el viaje al norte. «Esto es una decepción para mi familia», dice Pacheco, «pero el impacto me dejó traumado, con miedo. No creo que pueda abordar otro camión».