Política

Desde que se inventaron las calles

CRÓNICAS DE LA CALLE / RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA

Inventaron las calles para dar con todos, para juntarnos, para llegar con armas y carros, con parques y juegos donde había arcos y flechas. Las inventaron para apisonar la tierra, crear asfalto liso y resbalar al futuro más próximo en el menor tiempo posible.


Para correr hicieron las calles, para en segundos estar en otra parte y que alguien pregunte a dónde vas por la banqueta, qué sueños persigues.
Inventaron las plazas para salir de las casas y no pudrirse en la humedad, para que el sol nos vea. Inventaron las plazas para los novios en sus arrumacos, para las palomas juntas y solitarias, para su abanico blanco y su cortina móvil entre los edificios incólumes.


Llegaron por una calle y se fueron por otra, vinieron a almorzar, a comer y a cenar. Estuvieron todo el día rodeados de gente. Hicieron las ciudades grandes y luego las abandonaron, las hicieron pedazos. Grabaron sus nombres en los monumentos y en sus estandartes, lo anotaron en la pared, en un diario grueso de registro civil, en las páginas de sociales.


Las piedras traídas de lejos se encontraron con estas sembradas en en el hueco de las manos de los nacidos y de quienes estaban por nacer entre la guerra y la paz de la vida.


Pero son las ciudades del mundo, la casa de Cervantes sin regalías, la oficina de Kafka en su metamorfosis, la habitación desolada de Melville, una palabra en el sótano del retrato de Wilde, un poema de Narval sin alimentos.


La historia construida son las calles, las paredes, los rectángulos de las ventanas y puertas para que entre el mundo y salgan las personas.
Y sale el mismo Kipling con su libro de la selva, a quien dijeron que no sabía escribir y sin embargo fue en primer británico que ganó el premio Nobel. Por aquí pasó lo que el viento se llevó con su autor rechazado y su libro más vendido
de la historia.

Pasó en Diario de Anna Frank, que nadie quería publicar, pues decían que Anna no tenía sensibilidad y
se publicó gracias a la insistencia de su padre. Y sobre eso se hicieron las ciudades con sus aciertos y sus negaciones y por eso las ciudades tienen su encanto en las estaciones de otros autores que no tuvieron la misma suerte. Los que murieron inéditos, intestados de sus pensamientos.


Y sin embargo, ellos sin voz, sin un peso en la bolsa, sin casa, sin sangre, con un gramo de tinta nos dejaron las ciudades escritas, las más hermosas, las más finas, las ciudades invictas como ciudad Victoria con todas sus batallas ganadas.


Entubaron el agua, abrieron venas, presas, rendijas por donde escapara el agua sucia. Inventaron la sed del agua embotellada, el mar provisional y el pequeño lago de la ciudad inundada. Mojaron las camisas sin lluvias, quemaron las casas y las hicieron de nuevo, hicieron las ciudades con lo que quedaba en la historia.
Son de las calles los vagabundos, los coches estacionados en el abandono, los gatos negros y repentinos, las lagartijas, los perros arrepentidos, uno mismo.
Las ciudades son hijas de otras ciudades, hermanas de otras calles de Europa y sus casas tienen lunares, tejados, grietas de chimeneas mediterráneas, humo que anuncia la hora de la comida o el refugio para calentarse.
En la loma hicieron una iglesia que hoy se ve mejor de lejos que de cerca, con sus aniversarios encendidos en las velas, en los dedos cruzados, en rosarinos que aprietan y enredan las manos.
Y esta es la ciudad con sus nombres y apodos, sus lemas y sus gobernantes, con su gente que vive y se inventa, que muere y no por eso se encaja en la tierra, sino que se vuelve poste incólume, un árbol, un aroma de rosas.
Estos son los romanos descalzos y sin espadas, sin capas escarlata, son alfombras para las cicatrices, con raíces como sombras, pedazos de un mezquite.
Esta es la tierra de conquistadores y conquistados, los eternos que a un tiempo mueren y nacen de nuevo cuando construyen con el aliento, bajo la respiración de un árbol, una colonia con carpas y lonas, con juguetes de niño y niños de plástico.


Trajeron la ciudad por donde pasó el aire, la ciudad que quedó de otras partes, los cuerpos ambulantes, los migrantes, los vendedores de chia y de nopales. Trajeron la otra ciudad que fue, pero que no lo sabía, no sabía que podía tener tren y aviones varados en el aeropuerto, no sabía que podía comer ostia y quedarse dormido en una cantina, que la sacarían de su estado para curar su prosapia y su prosa, su ancestral elegancia.


Habitantes cuesta arriba, ruedan hacia abajo, se dejan llevar porque así han sido, se dejan llorar y reír para voltear el mundo. Son estos y aquellos. Son los innombrables en una noche lúgubre, risas acompañadas de callejones oscuros.


Pero también son explosiones de salva en las celebraciones con toda su estepa, con todas sus carnes asadas en la ciudad audible, con su respiración que se disimula en el aire, que sale por los pulmones del hombre, para explicar su grandeza y su gloria.
HASTA PRONTO.

POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA

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