Un trágico cuento de hadas en la era de las redes sociales: desaparición y muerte de Gabby Petito
Un caso de supuesta violencia de género acapara la atención mediática en EE UU, mientras familiares de otros desaparecidos denuncian discriminación racial
Un viaje de novios, retransmitido en directo por las redes sociales, se convirtió en un drama que ha acaparado durante semanas la atención de los estadounidenses. Una pareja de jóvenes guapos y despreocupados, además de blancos (un dato reseñable); sus peripecias a través de EE UU a bordo de una furgoneta, con su correspondiente estela de publicaciones en Instagram y YouTube; sus empalagosos mensajes de amor, pero también sus riñas y las primeras señales de conflicto, que deberían haber sido de alerta. Todo ello expuesto al ojo público, sin que en ningún momento sonaran las alarmas hasta que la desaparición y el posterior hallazgo del cadáver de Gabrielle Petito, Gabby, de 22 años, dejó de ser un cuento romántico virtual para convertirse en un episodio de violencia de género, alimentado, o amparado al menos, por la felicidad forzosa de las redes sociales.
Los restos de Gabby, veinteañera prototípica —rubia, guapa y optimista—, fueron hallados el 19 de septiembre en un parque natural de Wyoming. Su familia había denunciado su desaparición una semana antes, después de que su pareja, Brian Laundrie, de 23 años, hubiera regresado el día 1 al domicilio paterno solo, sin ella. Novios desde el instituto, vivían juntos desde 2019 en casa de los padres de él y se comprometieron en julio de 2020. El pasado 2 de julio emprendieron el que llamaron el viaje de sus vidas (“la vida en una furgoneta” y “vida nómada”, como etiquetas de sus publicaciones), que en principio iba a durar cuatro meses y durante el que fueron dejando, en las redes, un reguero de imágenes en las que se mostraban absolutamente felices.
Hasta que el 25 de agosto se interrumpieron las publicaciones y nunca volvió a saberse más de ellos. Desde ese día —una semana antes de que Brian regresara solo a la casa paterna—, otra grabación, la de una preocupante riña de pareja, sustituyó el almibarado relato, y la realidad entró en bucle en todas las televisiones. En la ciudad de Moab, en Utah, los jóvenes protagonizaron una agitada discusión que fue grabada por la cámara corporal de un policía, previamente alertado de un posible incidente de violencia de género. El altercado, que se produjo el 19 de agosto, era un delirio en sí mismo, a la par que una señal de advertencia; una mezcla de rabieta adolescente y petición de socorro que nadie supo oír. Las imágenes muestran a una Gabby llorosa quejándose de su salud mental, entre el victimismo autodestructivo y la constatación de que el cuento de hadas se acababa, mientras reconocía que ambos habían discutido frecuentemente durante el periplo. Según el informe policial, Laundrie dijo que Petito le había golpeado después de una pelea.
No se volvió a saber nada de ellos hasta la desaparición de Laundrie poco después de regresar a casa de sus padres, con la policía pisándole los talones, y el hallazgo de los restos de Gabby en un remoto confín del parque del Grand Teton. La repercusión mediática —fue noticia durante días, en horario televisivo de máxima audiencia—, la atención prestada por los grandes medios, sin excepción, ha enfurecido a familiares de otros desaparecidos, en muchos casos pertenecientes a minorías —y a clases más desfavorecidas— y que consideran que el hecho de que Gabby fuera una joven blanca prototípica explica la marginación de sus casos (cerca de 550.000 en 2020 en todo el país, según la web Statista) y el olvido de la mayoría de sus búsquedas.
Ese reverso atroz del cuento romántico suscitó toda la atención que se le niega a la lucha callada de decenas de miles de familias. Cada nuevo indicio en torno a Gabby o su novio, que se negó a hablar con la policía al retornar sin su novia, era analizado hasta la extenuación por detectives, espectadores y curiosos, cuando no aficionados a las teorías de la conspiración. Pero el caso fascinó especialmente porque Gabby era blanca, lo que abonaría el denominado “síndrome de la mujer blanca desaparecida”, un término acuñado por la periodista Gwen Ifill (afroamericana) para definir la desmesurada cobertura que reciben los casos de desapariciones cuando la víctima es de raza blanca. Es decir, el privilegio racial, incluso en la desgracia. Si la desaparecida, además de blanca, es guapa y económicamente acomodada, la cobertura estaría más que garantizada. Es el acuñado como “síndrome de la damisela en apuros” (sic), según el lenguaje al uso de muchos medios estadounidenses.
El sesgo racial, la discriminación en potencia, afecta de manera especial a la población latina y, en concreto, a las mujeres. Es imposible saber cuántos hispanos hay en las listas de desaparecidos y, más aún, cuantos menores hispanos, ya que el cómputo aparece enmascarado en las estadísticas anuales del FBI, que solo registra cinco categorías raciales: asiático, negro, indígena (nativo), desconocido y blanco. Los hispanos aparecen subrepresentados en la última categoría, con un asterisco. Según el Centro Nacional de Menores Desaparecidos y Explotados, la cifra total de hispanos entre los desaparecidos alcanza el 20%, pero podría ser superior. De ahí que la amplia cobertura mediática del caso Gabby Petito haya resonado con estrépito en comparación con el resto.
El reverso del cuento de hadas, pero también de una desigualdad estructural flagrante hasta en los sucesos, es la estela que quedará siempre asociada a la memoria de la desdichada Gabby. Eso, y el papel pernicioso, normativamente hablando, de las redes como un escaparate flamante donde no hay lugar para la tristeza. Como repetían los cuentos infantiles, empapados de fatalismo y un cierto determinismo, no se puede ser tan feliz, porque entonces la felicidad se rompe. El cuento de hadas de Gabby Petito se hizo añicos.