EE. UU. 2020: no democracia, sino disputa por conducción del imperio
Carlos Ramírez
INDICADOR POLÍTICO
Las elecciones presidenciales en los EE. UU. no muestran una lucha entre los dictadores que siguen a Trump y los democráticos que quieren a Biden-Obama. Al final del día, los dos representan dos corrientes del mismo imperio estadunidense que anda en busca de reorganizar su dominación interna: la derechista de los demócratas y la puritana de los republicanos.
Muchos analistas mexicanos han caído en la trampa retórica de suponer que Trump es un enemigo de la democracia y que quiere imponer una dictadura en una nación controlada por los intereses financieros, mediáticos, militares y corporativos y que la pareja Biden-Obama es la salvadora de la democracia idealizada por el vizconde de Tocqueville. Las gestiones de Reagan y Obama demostraron que la Casa Blanca es el trono de un imperio mundial, el único hasta ahora.
La dominación de los intereses hegemónicos sobre las élites se puede permitir el lujo de impulsar corrientes “socialistas” como las de Bernie Sanders o Alexandria Ocasio-Cortez que no pasan de ser populistas tercermundistas y estatistas. El triángulo del poder en los EE. UU. tiene sus tres vértices: el Pentágono, Wall Street y los ricos y corporaciones de Forbes y Fortune.
El error de Trump ha estado en su negativa a someterse a los dictados de ese Estado profundo del establishment demócrata-republicano y gobernar a partir de sus caprichos que, por lo demás, responden a los sentimientos antiautoridad del Estado por parte de los granjeros y trabajadores que no disfrutan de las mieles de la riqueza y el confort. La brutalidad policiaca contra los afroamericanos responde a la lógica del establishment demócrata-republicano y no a las huestes de Trump. Al buscar un modelo económico que genere más empleo, salarios y bienestar, Trump aparecería más populista, aunque lo repudian por su estilo atrabancado de referirse a mujeres y a los migrantes.
El discurso del miedo que ha desarrollado la candidatura Biden-Obama contra Trump en el sentido de que va a cometer fraude, suspendería las elecciones o de plano se negaría a dejar la Casa Blanca si pierde estaría en la argumentación de campaña. Como todos los presidentes en ejercicio, Trump ha hecho uso de todas las estratagemas e instrumentos de poder de la Casa Blanca para ganar, como antes lo hicieron todos, incluyendo al John F. Kennedy que pactó con la mafia cubana operaciones de fraude electoral.
La victoria de Trump en el 2016 atrapó distraído al establishment, quienes creyeron las encuestas de la estructura de sondeos de los grandes diarios que pertenecen a esa organización de poder ya no tan secreto. Trump en la Casa Blanca desplazó a los personeros del Estado-establishment y gobernó a capricho porque era la única forma de administrar el poder. Pero en estos casi cuatro años, Trump no se salió de la agenda imperial estadunidense. En cambio, con tal de construir una opción, la pareja Biden-Obama está comprometiendo una agenda progresista contraria a los intereses dominantes del complejo militar-industrial-mediático.
Lo que hay que entender es que los EE. UU. no votarán entre democracia o dictadura, sino por un administrador del mismo imperio. A Trump le critican sus frases hirientes contra migrantes, pero Obama en sus dos periodos deportó a más de tres millones de indocumentados hispanos y se ganó a pulso el título de Deportador en Jefe.
La imagen nada democrática de falta de respeto a las instituciones democráticas la dio la demócrata Nancy Pelosi en el último informe de gobierno de Trump cuando delante de la asamblea rompió en pedazos su copia del informe gritando ¡mentiras!, un acto de repudio a las instituciones.
De la ahí la importancia de fijar las elecciones estadunidenses en sus verdaderos parámetros: hay dos candidatos –Trump y Biden/Obama– que representan al mismo imperio explotador, invasor y racista.