TIEMPOS DIFICILES
Por Ernesto Parga
“Amar, queriendo como en otro tiempo Ignoraba yo aun que el tiempo es oro Cuanto tiempo perdí, ay! cuanto tiempo.”
Renato Leduc
Indudablemente nuestros tiempos son tiempos difíciles: inseguridad galopante, descrédito de la política, epidemias, contaminación ambiental, aguda crispación y polarización social por temas raciales, de género, ofensiva disparidad económica ente países y entre personas, crisis religiosa y de fe. Tiempos en los que sentimos que hemos perdido el rumbo, navegando al garete en medio de la mar embravecida, sin norte ni faro y con el cielo encapotado sobre nuestras cabezas.
Creo que todos los hombres tenemos y hemos tenido, no solo en relación con la historia entera de la humanidad sino de nuestra personalísima historia de vida, la sensación de que todo tiempo pasado fue mejor.
Pudiéramos preguntarnos ¿Son estos realmente los tiempos más difíciles de la historia para ser felices, para vivir en armónica comunidad y para formar a nuestros hijos? No lo sé. La historia nos enseña que en épocas pasadas los hombres se sintieron y vivieron, como nosotros ahora; desconcertados, experimentando vivamente su desazón en medio de los tiempos que consideraban los peores. Se atribuye a Cicerón decir hace 2000 mil años la frase siguiente “Estos son malos tiempos. Los hijos han dejado de obedecer a sus padres y todo el mundo escribe libros.” Pudo esto escribirse hoy mismo.
Podemos, sin embargo, a la luz de la historia, entender que cada momento tiene sus crisis, unas obviamente hijas de su tiempo. algunas otras, las más, compartidas como compartida es la naturaleza humana.
Saber que esta angustia ha sido común a los hombres de todas las épocas, puede ser un alivio, para no desfallecer en el intento de vivir con entereza buscando aportar desde su concreta realidad todo lo que cada uno puede y debe aportar.
De la misma manera, también el ansia de felicidad y especialmente la de proveer de felicidad a los que se ama han estado siempre presentes entre los hombres.
Algunas veces pienso que la pregunta sobre cuál es peor de los tiempos es de cierta manera irrelevante, porque el único tiempo con consistencia para operar el proyecto de vida personal, profesional y familiar es el tiempo actual. Porque el pasado ya se fue y el futuro aún no llega.
Es, entonces, el presente con su doble carga de transitoriedad y permanencia simultánea, el que reclama radicalmente nuestra entrega, (hay mucho en el presente que se va, pero también mucho que se queda a hacerse historia y un poco… eternidad). Ese presente habrá de ser entendido como el único tiempo con el que se cuenta, y como el campo donde cada uno ha de librar su batalla con la historia.
Es natural que cada uno situado y sitiado en su propia circunstancia: su actividad, su vocación, su profesión, sus obligaciones, confeccione sus dudas a manera de preguntas de calado hondo.
¿Qué debo hacer para no ser mero espectador de la historia?
¿Estoy a la altura del reclamo de los tiempos?
¿Soy desde mi omisión cómplice en este estado de cosas?
Quizá, gran parte del problema radica en imaginar que debemos hacer grandes gestas para cambiar el derrotero de las cosas. Me parece que la repuesta es más sencilla, pero a la vez más poderosa, al menos para la inmensa mayoría de las personas; aquellos que cotidiana, infatigable y anónimamente vivimos intentando ser felices y hacer felices a los nuestros.
No estamos llamados a encabezar revoluciones, que no nos te quite el sueño esto, que no nos desvíe de nuestro deber real. No es misión nuestra hablarle al oído al gobernante en turno para hacerle comprender sus errores e injusticias, no es tampoco labor nuestra convencer al capo para que se redima y retome el carril del bien que hace mucho tiempo abandonó, nada de eso nos corresponde. Nada de eso sirve. No es nuestro campo de acción verdadera, no es ahí en donde somos realmente insustituibles.
Nuestra misión es mayor y más sagrada. Servir siempre que podamos, amar todo cuanto podamos; en estricto sentido hacer bien, en clave de excelencia, todo aquello que nos corresponde por insignificante que parezca ser y sin importar el rol que nos haya tocado vivir.
¡Bajo mi manto al rey mato! dice Miguel de Cervantes Saavedra en el exquisito prólogo de su inmortal Don Quijote, en clara alusión al inconmensurable poder para “matar” al peor de los tiempos y para dar vida solo a lo mejor en nuestro entorno, a ese poder que todos tenemos para influir en los círculos más íntimos de nuestra interacción, ahí donde la gente que nos rodea nos quiere y cree en nosotros. Es ahí donde nosotros hacemos el bien o nadie lo hace en lugar nuestro. Es ahí donde el bien, la bondad, la esperanza y la alegría encarnados en acciones pueden trasmitirse vía el ejemplo. Esa es la auténtica humilde y silenciosa gesta que nos corresponde a cada cual. Una verdadera cadena de valor.
No dar alegría cuando se puede hacerlo, no infundir esperanza cuando se debe hacerlo, no servir y no amar cuando es menester hacerlo, son terribles omisiones que hacen de nuestro tiempo, el único con el que contamos, el peor momento de nuestra historia.
En referencia al tiempo no somos solamente espectadores sufrientes de sus calamidades somos, ante todo, agentes con posibilidad real de gestionar el bien, y de hacerse cada uno arquitecto y señor de su propio tiempo.