¿Navidad o vanidad?
Nada tan predecible como nuestro comportamiento. Tendemos consciente o inconscientemente a repetir conductas adquiridas como dogmas sea por una creencia moral o porque pensamos que ese es el deber ser.
Y he aquí que a unos cuantos días de llegar la Navidad volvemos, como cada año, a nuestro frenesí de las compras de último minuto.
Buscamos afanosamente el obsequio para el pariente lejano con el que nunca hemos hablado pero que llegará en Nochebuena; o bien, el vestido que impacte y supere al de las demás, aunque esas demás sean nuestras hermanas; también haremos lo imposible por tener el perfume más caro y aromático posible que impregne la sala para que todos pregunten su nombre, o bien nos pondremos nuestro mejor reloj en Fin de Año con el que presumiremos que son las doce de la noche y que hay que brindar…vanidad de vanidades es en lo que hemos convertido estas festividades. Nuestro ego que extrañamente nos aconseja superar, al menos en apariencia, a nuestros invitados, ha ganado el terreno al concepto real de la Navidad y no me refiero al contexto religioso, antes bien me refiero al concepto de unión por la unión misma no por conveniencia de ver que me regalara «Petrita» que viene de no sé dónde; o qué me habrá comprado «Fulano», el hermano que gana chorroscientos mil pesos.
Me refiero a que se ha perdido el deseo natural de convivir con quienes realmente amamos y que damos por sentado que siempre estarán en nuestra mesa. Creemos que nuestro poder adquisitivo puede incluso comprar cariño o compañía y si bien es cierto que cuando el dinero abunda también lo hacen los «amigos», no podemos considerar como sincero esa compañía ni esperar que los buenos deseos, los besos y los brindis nazcan del corazón. Van varias navidades que las he pasado sola y aunque al principio me resultaba asfixiante por ver lo que pensé que era la vida pasar detrás de mi ventana, cuando observaba a las señoras acompañadas de sus parejas cargar presurosas y mal humoradas todos los ingredientes para la cena mientras a cada paso discutían con los pequeños hijos que se retrasaban por quedar embelesados viendo las lucecillas de los aparadores, o con los propios maridos que callados soportaban el mal humor de sus mujeres tan solo porque era ¡Navidad! y era normal que el estrés apareciera en la gente que apremiada por quedar bien con otras gentes que tendrían como invitados, corría de un lado a otro de la calle como autómatas con una idea fija en su mente: consumir o empeñar hasta la camisa con tal de quedar bien, con tal de que «no se vayan hablando de mí», «de taparle la boca a fulano o mengano y que vea que yo sí terminé bien el año». Vanidad de vanidades…al ver todo eso agradecí a la vida haber tenido oportunidad de pasar varias navidades y fines de año sólo con mi gato de peluche en una total ausencia de estrés mas no de melancolía, porque el corazón extraña los besos y abrazos sinceros de mis dos seres amados. Comprendí, quizás tardíamente, que la compañía sincera, aquella que obtienes sin tener que dar nada a cambio incluso hasta ni un saludo, es la única que vale la pena. Los buenos deseos y parabienes que nacen del desinterés mismo son las bendiciones que adornan como pequeñas luciérnagas nuestro árbol de Navidad. Los abrazos y besos solo tienen valor cuando brotan de un alma sin más interés que amar nuestra compañía por lo que somos y no por lo que tenemos. Somos lo que pensamos no lo que tenemos, valemos por nuestros sentimientos no por lo que obsequiamos; y quien se siente a nuestra mesa en estas fechas aun cuando no tengamos más que pan y café será con quien vale la pena estar y si nadie se sienta a nuestra mesa debemos sentirnos en paz y agradecidos de habernos quitado una capa más de dogmas sociales y así podremos caminar más ligero.
Fuente: El sol de Tampico