El segundo cuadro
Hoy, un día después ha desaparecido ese frenesí, esa avalancha de personas que recorrían las calles ansiosas por comprar. Entes errantes que provocados por el impulso social devoraban estantes en tiendas buscando no sé que…
Los niños alentados por el caótico ambiente que prevalecía, corrían de un lado a otro gritando como prisioneros que habían obtenido su libertad por un día; por su parte, los vendedores ambulantes exhibían sin pudor sus vistosos e inútiles artículos que adornaban con celofanes de colores, los cuales bajo las luces del alumbrado público adquirían ese halo de fantasía tan necesario para la época.
Tratando de pasar desapercibida, me escabullía entre aquel mar de gentes sorteando por un lado a un pequeño corriendo y por el otro a una mujer con dos bolsas en cada mano mientras tres chiquillos halaban el ruedo de su falda y devoraban ansiosos un dulce formando con sus sonrosadas caras un perfecto círculo. Caminé a paso de tortuga, como mi madre decía, las calles estaban tapizadas de personas inmersas en sus charlas, la gran mayoría en grupos tres o más, reían escandalosamente a la menor provocación y miraban escaparates de las tiendas como si fuesen piezas de museo, absortos o quizá embelesados.
HUYENDO
Como pude llegué al segundo cuadro, ahí la gente se dispersaba, casi no había movimiento, los edificios abandonados no son muy agradables para la gente en esta época del año y a decir verdad, en ninguna época; en parte por una sobrevaloración de lo nuevo. En fin, como decía, al llegar al segundo cuadro la cara de la Navidad es otra, hay personas sin hogar que no pasaron muy buena Nochebuena, gente que ha dormido a la intemperie sin siquiera haber comido.
La algarabía de la época se pierde cuando se trata de ver la realidad sin filtros, cuando vemos cara a cara la miseria de otros cuyo aroma no es precisamente el de un perfume caro sino el de muchos días en medio de la basura y el olvido; cuando miramos a escuálidos niños que en vez de llevarse un dulce a la boca levantan del piso una envoltura y la lamen con esperanza de imaginar qué sabor tenía el dulce que envolvía; cuando a nuestro paso vemos a hombres que han perdido todo hasta su dignidad, durmiendo sobre las banquetas en un rincón o que avergonzados de no pertenecer a una sociedad «triunfadora» callados se hacen a un lado para no estorbar el paso presuroso de las personas que altaneras y orgullosas los miran por encima del hombro con aires de supremacía y que pasan de largo sin detener su mirada y su pensamiento en ellos, pues han sustituido el tener por el ser.
Ante este panorama, irónico y patético resulta llamarnos desgraciados cuando en estas fechas no encontramos el platillo que buscábamos o el vestido que queríamos lucir en la cena o porque no conseguimos el pino más alto y ostentoso, o porque quizá nuestra reserva de vino no fue suficiente para colmar la sed de ostentación de nuestro ego ante los invitados.
Hemos olvidado el verdadero concepto de la Navidad al permitir que el consumismo se apodere de nosotros y nos hemos entregado a cumplir con estas fechas como mero compromiso social dejando a un lado su significado real de dar.
El reconocimiento de que nuestro paso por la tierra es efímero y que nada nos llevaremos a la tumba, aliviaría ese consumismo mordaz que nos carcome año con año en estas épocas y que nos impide ver el real significado de la Navidad y el que si se gusta hacerlo se puede apreciar todos los días en el segundo cuadro y si se mira bien, en otros tantos rincones de nuetras ciudades.