¿Darles dinero y ya?
ROMÁN REVUELTAS RETES
El supremo defecto del modelo asistencialista es que no cambia de fondo las condiciones de vida de los beneficiarios. Les proporciona un alivio inmediato, desde luego, pero no los convierte en pagadores de impuestos ni los integra a los procesos productivos de la economía. Es más, no hace más que perpetuar, en los hechos, la condición de peticionarios de los mismos grupos sociales de siempre, sin propiciar su ascenso social permanente. Mucha gente se solaza en la cantaleta de que la clase media está “desapareciendo” en este país. No es cierto.
En el territorio nacional rebosan centros comerciales, supermercados enormes, salas de cine, hoteles, estaciones de servicio y restaurantes. ¿Quiénes consumen los bienes y servicios ofrecidos en esos lugares? ¿Los “ricos” nada más? No lo creo. Más bien, millones y millones de mexicanos van de compras cada semana, llevan a la familia a cenar en una cafetería, pagan peajes en las autopistas, utilizan un teléfono “inteligente” para enviar mensajes, se sirven de computadoras personales, navegan en la red gracias a las conexiones wifi inalámbricas y adquieren toda suerte de aparatos electrodomésticos, entre otras tantas experiencias de consumo que pueden disfrutar, justamente, los que ya han logrado pertenecer a la mentada clase media.
El gran reto, en lo que se refiere a las políticas públicas implementadas aquí por una Administración, del signo que fuere, sería que esos usos se universalizaran. Es decir, que la práctica mayoría de la población tuviere acceso a los antedichos bienes, por no hablar de que contara además con servicios públicos de calidad. Estamos hablando, sin embargo, de un proceso sumamente complejo y, para mayores señas, ahí tenemos los magros resultados que han tenido los programas de combate a la pobreza extrema implementados en los últimos decenios por los diferentes Gobiernos. La dificultad reside, justamente, en la capacidad real que pueda tener un programa gubernamental para transformar a una persona que ya está ahí, que ya está viviendo una circunstancia y que tiene una historia personal determinada —de manera fatal, las más de las veces— por sus orígenes. Hablando, miren ustedes, de una transformación.
Esas tales intervenciones de los organismos públicos necesitarían, primeramente, de una planificación inteligente. Y, de la misma manera, deberían de ser ejecutadas por individuos capacitados, competentes y responsables. Finalmente, no tendrían que ser objeto de manipulaciones políticas ni mucho menos servir para llenar los bolsillos de funcionarios corruptos. El gran problema es que las cosas no se hacen así en este país. En el mejor de los casos, algunos programas parecen estar diseñados con buenas intenciones. Muchos otros, sin embargo, reflejan la abismal falta de sentido común y sentido práctico de nuestra anquilosada burocracia. Y, luego, llegado el momento de la implementación concreta de las acciones, resulta que los encargados directos simplemente no cumplen a cabalidad con su cometido. No debieran valer las generalizaciones abusivas pero el sector público no se distingue precisamente por la eficiencia de sus empleados y el ciudadano de a pie suele sobrellevar con mucho enojo la dejadez y la indiferencia con que le responden quienes deberían, por el contrario, atender sus exigencias de contribuyente que merece los servicios que le paga al Estado. Por último, el funcionario termina muchas veces por quedarse él mismo con los recursos que debieran servir para mejorar los bienes públicos en una comunidad o para financiar proyectos productivos. Esta nefaria mezcla de ineficacia gubernamental, escandalosos dispendios y desaforado saqueo de recursos del erario ha tenido un costo enorme y ha significado una auténtica condena de pobreza para la nación mexicana. Se han dilapidado criminalmente miles de millones de pesos, a fondo perdido, con apenas algunos beneficios visibles pero prácticamente insignificantes en relación a las colosales dimensiones del reto. Pero, así fuere que las estrategias de combate a la pobreza se aplicaran puntual y debidamente, la propia naturaleza del problema dificulta en extremo la obtención de resultados. Hay que repetirlo: el asunto es transformar a la persona y la intervención requerida para lograrlo necesita de formidables políticas públicas. O sea, de un Gobierno eficaz y, sobre todo, honesto. El régimen de la 4T plantea justamente eso, el fin de la corrupción, como la panacea para erradicar los grandes males de México. Pero, al mismo tiempo, está implementando estrategias que se sustentan meramente en ayudas directas a los beneficiarios sin plantear que quienes reciben una (muy pequeña) paga mensual deban luego adquirir, entre otras cosas, las cualificaciones para laborar en el sector de los servicios o desempeñar una actividad comercial. Es decir, se privilegian patrones de mera subsistencia en lugar de promover que los grupos más desfavorecidos se integren en una economía moderna. No parece, por lo pronto, la mejor receta para acabar con la pobreza.
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