El polvo del camino
Dinky, según platican en Ciudad Victoria, era un viejo luchador profesional que insistía en seguir en los cuadriláteros a pesar de su avanzada edad…
Y aun cuando su cuerpo todavía lucía algo de su antigua corpulencia, su cara y su pelo no ocultaban los estragos del tiempo.
Alguien, amigo de Dinky, le aconsejó que luchara enmascarado, ya que de esta manera disimularía la edad y obtendría un mayor vigor; “Es cuestión mental”, le dijo.
Dinky acudió a la antigua tienda de deportes de Don Diego y atendido por el propio dueño, después de ponerlo al tanto sobre lo del vigor, le solicitó la deseada máscara de luchador. “Uuuuuyyyy, Dinky, le dijo Don Diego, esas capuchas ya están descontinuadas, ahora los luchadores las mandan a hacer con modistos o costureras, al gusto y a la medida”
Sin embargo, la empleada de mostrador, que nunca se perdía una plática ajena, metió su cuchara y le dijo a Don Diego: “Oiga patrón, creo que allá atrás, en el rincón de la bodega, hace tiempo depositamos una caja con vieja mercancía y ahí andaban unas máscaras”, a lo que el dueño le respondió, “Bueno, pues tráelas”.
Le empleada trajo una empolvada caja de cartón y efectivamente, ahí estaban seis flamantes máscaras. Ni tardo ni perezoso, Dinky tomó la de color rojo, se la colocó en la cabeza y en el momento de apretar la cinta por atrás, pegó un brinco hasta el techo de la tienda, luego al caer se aventó contra la pared del lado derecho, después hacia el otro lado, dando un gritos y alaridos como de apache mariguano. Siguió luego revolcándose en el suelo de un lado para otro y pegándose en la cabeza, como para darse coraje.
Don Diego se quedó admirado del efecto vigorífico que la mentada máscara le dio a Din-ky, pero como pudo se brincó el mostrador para quitársela, pues amenazaba con destruirle el negocio.
Como pudo, auxiliado por la dependienta, le zafó la capucha y al momento, del interior de la misma, salieron dos terribles alacranes que ahí habían hecho su nido.
Dicen que el pobre Dinky quedó como chirimoya de tanto piquete de los arácnidos y aunque la libró, ya no volvió a luchar.
Quizá esta historia tenga algo de verdad y algo de ficción, pero lo cierto es que nadie puede esconderse de los efectos del tiempo y aun cuando logremos disimular nuestra apariencia, los últimos gritos y brincos que demos, tendrán que ser de dolor, más no destellos de juventud. Esta, irremediablemente se va quedando en el polvo del camino.
P.D.-Este relato es de mi amigo Fernando Méndez Cantú, exalcalde de la capital cueruda. La reflexión es mía.