Columnas

De política y cosas peores

Armando Fuentes Aguirre

Dime, Armando, de qué sustancia está hecho el amor, porque tu tío Felipe no lo sabe. He tenido muchos amores. A algunos los he amado -a todos en el momento del amor-, pero como dijo San Agustín, que sabía mucho porque mucho había pecado: «Si me preguntas qué es el amor, no sé; pero si no me lo preguntas sí sé». En el curso de la vida me han sucedido muchas cosas; sin embargo lo que te voy a contar hoy, si tienes suficiente paciencia para oírme y vino suficiente para comprenderme, es distinto a todo lo que te he contado. Era yo muy joven, y por circunstancias que tienen demasiado realismo para ser narradas me vi obligado a salir de la universidad y buscar un empleo. Cierto amigo mío acababa de renunciar a su puesto de secretario particular de un rico empresario, y me dijo que quizá yo podría ocupar su sitio. «Nomás no le digas que yo te recomendé -me aleccionó-, porque no te dará el trabajo». Le pregunté el motivo de eso y salió con evasivas. Me presenté en la oficina del señor; le mostré mis calificaciones en la facultad y los diplomas que había obtenido en concursos de poesía y oratoria. Había visto en la antesala una fotografía suya ante el Coliseo de Roma, y le hablé de un inventado viaje a Italia. Me hizo varias preguntas, algunas de las cuales respondí con verdad y otras no. Quiso saber si era casado. No lo era, claro, pero una especie de intuición me llevó a decir que sí. «Muy bien -contestó-, porque aquí pedimos formalidad, y los solteros generalmente no la tienen». Pensé en mi amigo. Era casado. ¿Por qué, entonces, había dejado ese trabajo? Voy a acelerar los acontecimientos: en la vida no se les puede acelerar, pero en el cine y la literatura sí. Obtuve el empleo. Al paso de los meses el jefe me tomó confianza, y hasta afecto, tanto que un día me invitó a cenar en su casa el sábado siguiente. «Lleve a su esposa» -me indicó. ¡Qué apuro! Yo no era casado, ya te dije. ¿Qué hacer? A una buena amiga le pedí que me acompañara y fungiera como mi mujer, pero no quiso. Entonces me acordé de una putita a la que había conocido en un burdel de categoría. La muchacha era educada, tenía buena presencia y agradable conversación. Fui a verla, le dije de lo que se trataba y aceptó ir conmigo a cambio de una buena suma. Cuando al día siguiente pasé por ella me sorprendí al verla: no parecía prostituta; parecía esposa. Vestida y maquillada con elegante discreción era la imagen perfecta de la pareja de un ejecutivo joven. A mi jefe y a su señora les cayó muy bien, y ella desempeño su papel a la perfección. Las invitaciones se repitieron. Aceleraré los acontecimientos otra vez. En una de esas cenas nos invitaron a pasar el fin de semana en la casa que tenían en Cuernavaca. Y lo que sucedió fue sin complicaciones. La primera noche hubo cena suculenta, vino abundante y al final coñac. Cuando nos íbamos ya a nuestras habitaciones el jefe me preguntó sencillamente: «¿Cambiamos?». Miré a su esposa y ella hizo un gesto afirmativo. Miré a la que pasaba por mi mujer y ella se encogió de hombros como diciendo: «Para mí es lo mismo». Al día siguiente me dijo el jefe: «Qué suerte tienes». A partir de esa vez cada fin de semana repetíamos la ida a Cuernavaca y volvíamos a hacer el cambio. Y aquí viene el acelerón final. Mi jefe se enamoró perdidamente de la putita; se divorció de su mujer y se casó con ella. A su esposa le dio todo lo que ella a quiso, y a mí muchas disculpas y una espléndida cantidad a manera de indemnización por haberme quitado a mi mujer y por pedirme que me fuera. Ahora dime, Armando, de qué sustancia está hecho el amor. A veces pienso que no tiene sustancia. FIN.

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