Columnas

MÉXICO BRAVO
Por Alberto Ídem.

«La raza incongruente»

«Cósmica», remató más bien en el siglo pasado un artista ese título: «La raza», convirtiéndolo en oración corta que honraba a un pueblo nacido del fuego, es decir de la guerra, pero también de la paz. Del encontronazo, en fin, de dos civilizaciones hasta entonces distantes y distintas, que fueron la europea y aquella que habitó, hasta antes del descubrimiento colonizador (en toda la extensión de la palabra), la muy vasta tierra, el nuevo continente al que después se daría en llamar América… aunque en un principio lo nombraron «Las Indias», por la confusión del navegante genovés Cristóbal Colón y su tripulación, que dieron pie, con ello, al perpetuo arraigo de sustantivos y adjetivos derivados de tal error, como las palabras indios, indígenas e indiada. Esa indiada que sin ser exactamente tal pobló lo que luego, al paso de las centurias y con el avance de la cultura, se ha llegado a conocer en términos históricos como Mesoamérica. Pero no son esos habitantes originarios, precisamente, la llamada Raza Cósmica a la que se refirió quien tal frase acuñó, sino que es, como ya se dijo, la gente que surgió del encuentro, de la compenetración y el sincretismo entre la cultura ibérica tropicalizada, esto es: los inmigrantes españoles expedicionarios que se mudaron al, entonces, nuevo continente, y los nativos, que habían sido únicos moradores del mismo. De modo que de esa raza, y no de sus raíces, hablábamos hasta antes de 1992 (el año en que la gran fiesta del quinto centenario se «aguó», se arruinó) cuando nos referíamos a la efeméride o celebración del 12 de octubre. Día de la Raza, decíamos sin ningún temor a parecer por ello racistas, y mucho menos «políticamente incorrectos».

El día de la raza nos juntábamos en las escuelas de nivel básico, como raza (en su acepción más actual y mexicana de «gente buena», «persona amigable»), a celebrar la llegada de Colón a «Las Américas», y sacábamos a relucir las banderitas de todos los países que hoy en dia forman este quinto continente, Puerto Rico y Belice incluidos (y acaso también las Guyanas), y decíamos recitaciones y poesías corales ante la satisfacción complaciente de nuestros maestros. Se nos enseñaba a amar y no odiar, a hacer la paz y no la guerra, y a perdonar. Del amor, la paz y el perdón nos hablaban también en el aula, lo mismo que en la casa, y por convicción, no por hipocresía ni a modo, o según la conveniencia, como hoy en día pretenden dizque enseñar los políticos que se erigen en progresistas y transformadores. Los políticos que un día fanfarronean con el ya bastante trasnochado y empolvado lema hippiesco «Amor y Paz», y a los pocos minutos recurren a un bélico discurso separatista que divide a un país entre «adversarios y simpatizantes», entre «fascistas, conservadores, derechistas», y «servidores de la nación», «patriotas», «adeptos»… entre «fifís, traidores, prianistas», y «pueblo bueno», «pueblo pobre», «mi gente». Los mismos políticos enquistados en el poder, como sus modelos de hace 3 y 4 décadas, cuyas ideologías mamaron pero sin saberse bien ese de por sí viejo cuento, y que ahora se han atrevido a hacer una bárbara e hipócrita declaración mundial de agravio por lo ocurrido hace más de 500 años, justamente con la conquista de América, y a romper ese principio de respeto y autodeterminación de los pueblos que con falsedad aseguran defender, cuando les conviene, para pedirle a una república, a otra nación, que pidan perdón por lo que hicieron 5 siglos atrás los antepasados no de esos españoles de ahora, sino de estos latinoamericanos de hoy en día. Porque, señores, con la pena pero: países como México tienen actualmente, y desde hace varios siglos, más población mestiza que descendientes directos de los «pueblos originarios». Vamos, que el propio personaje que rompió la norma diplomática exigiendo la mentada disculpa al reino de España (ganándose por ello múltiples mentadas) es, él mismo, español en tercer grado: uno de sus abuelos lo fue.

«¡No hay nada que celebrar!», fue la proclama, lo recuerdo bien, desde meses antes del cumplimiento de los 500 años del descubrimiento de América, en aquel 1992 de la olimpiada en España y la Expo Internacional de Sevilla, y para cortar aquello por lo sano, para que hubiera santa paz, nada se celebró, en efecto. Los aguafiestas de ocasión acabaron con el festejo de los 500 años del continente que existe a partir de aquel marinero hallazgo, porque hasta antes de aquello no existían, aquí, la noción de esta tierra como cosa continental, ni mucho menos de un planeta tierra, ni de Pangea, ni nada por el estilo. Y así fue como el sentimiento de gente insegura, frustrada, acomplejada y, lamentablemente también, poco informada, no muy letrada, se propagó por las Américas como reguero de pólvora y quedó ahí, como cizaña viva, pero estéril, hasta nuestros días. «¡No hay nada que celebrar!», siguen bramando ladinos de apelativo y apellidos castizos, y piel mestiza, y usos y costumbres escasamente afines a los del llamado «pueblo originario», con la incongruencia hipócrita de una hipotética «mamá guerrera feminista» que privase a su hijo de las fiestas de cumpleaños porque no le resultase a ella, nada gracioso, recordar a un padre que jamás cumplió con su deber, pero gracias al cual también, en buena medida, tiene ahora a su «bendición». La raza incongruente, deberían más bien llamarnos desde los otros 4 continentes.

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