Columnas

El asesinato de Garza Sada (y II)

Por Raymundo Riva Palacios

Cuando se presentan las oportunidades hay que aprovecharlas porque quizás nunca regresen. No es algo que se le dé al presidente Andrés Manuel López Obrador cuando sale de su hábitat natural: el neoliberalismo, la corrupción, los conservadores, sus adversarios, sus diferencias. Palabras convertidas en concepto político para justificar lo que sucedió y lo que viene. Retórica hueca para cubrir deficiencias conceptuales e indefiniciones políticas. Por eso, cuando le preguntaron el lunes sobre el episodio protagonizado por Pedro Salmerón, exdirector del Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México, que llamó “jóvenes valientes” a quienes asesinaron a don Eugenio Garza Sada hace 46 años, lamentó la polémica y dijo: “Hay que evitar la confrontación… ir al cambio por el camino de la concordia”.

El Presidente se escabulló. “Nuestros adversarios, los conservadores, que están moralmente derrotados, están buscando todas nuestras posibles fallas o errores porque quieren articularse, quieren agruparse, quieren construirse en un grupo reaccionario como los que ha habido cada vez que se lleva a cabo una transformación en nuestro país”, dijo en la conferencia de prensa mañanera, eludiendo el debate. “Yo me he tenido que autolimitar mucho, no saben cuánto, pero todos tenemos que hacerlo porque así lo requieren las circunstancias y porque vamos avanzando sin confrontación, sin desgaste, desde luego sin agresiones mayores, sin violencia”.

Tiene razón en que cada cambio radical presenta resistencias fuertes. Emiliano Zapata se levantó en armas contra la industrialización de los ingenios en Morelos, como él mismo, sin empuñar las armas, se ha rebelado y desmantelado el proceso de industrialización del país de los últimos 40 años. Son acciones reaccionarias, que es lo que achaca a otros. Quienes se oponen al cambio climático y a la equidad de las mujeres, como sucede con él, también son clasificados mundialmente como conservadores, aunque en realidad forman parte ineludible de la agenda de izquierda. López Obrador es una contradicción viva entre el conservadurismo que ataca y el progresismo que proclama.

Sobre este tema dice mucho pero no dice nada. De la renuncia de Salmerón, a quien elogió como historiador, dijo que su decisión dejó sin argumentos a “los adversarios”. Pero al mismo tiempo lo justificó políticamente, reduciendo a lo personal el asesinato del fundador del Grupo Monterrey. “Hay que separar entre los familiares del señor Garza Sada, que tienen sentimientos de dolor por haber perdido a un ser querido, a los amigos también -dijo en su conferencia- (de) los adversarios políticos nuestros. Por ejemplo, el que salgan los expresidentes y agarren esto de bandera en contra de nosotros”. Qué triste, para todos.

El asesinato de Garza Sada, un desastre militar de la Liga Comunista 23 de Septiembre, dio pie a otros asesinatos: el del empresario tapatío Fernando Aranguren, y el del cónsul de Estados Unidos en Guadalajara, Terrance Leonhardy –la Liga nunca supo que era agente de la CIA con cobertura diplomática–; secuestros como el del cónsul honorario de Gran Bretaña en Guadalajara, Anthony Duncan Williams, y del empresario sonorense José Hermenegildo Sáenz, o el fallido contra Margarita López Portillo, hermana del entonces presidente electo.

Las acciones guerrilleras provocaron una respuesta feroz del presidente Luis Echeverría, que desató una guerra sucia contra los movimientos armados, que fue continuación de la larga noche de represión en México. El gobierno de Echeverría tenía infiltrada a la LC23S y supo con antelación del secuestro contra Garza Sada, pero no hizo nada por evitarlo. Era una época en la cual estaba confrontado con el Grupo Monterrey, y el asesinato, por omisión, también fue su responsabilidad.

No es desconocido que Echeverría creaba conflictos para resolverlos él mismo. El más importante, quizás, el del Movimiento Estudiantil de 1968, donde se jugaba la candidatura presidencial con el secretario de la Presidencia, Emilio Martínez Manautou, y que se inclinó por quien le representó al presidente Gustavo Díaz Ordaz la mano dura intransigente, no la conciliadora y negociadora. Esa cerrazón fue lo que detonó la lucha armada, cuando cientos de universitarios vieron que las opciones políticas estaban cerradas y consideraron que sólo mediante las armas podrían cambiar al país. Por diferentes razones, que no son motivo de este texto, fracasaron. Pero en el camino se fueron autodestruyendo con asesinatos y acciones contra la población, ejecuciones contra policías o ajusticiamientos internos por diferencias ideológicas.

Sí hay razones suficientes para discutir lo que hizo el Estado mexicano con aquellos disidentes y con sus prácticas salvajes contra quienes se le rebelaban, como también existen para las autocríticas de los asesinatos y excesos que cometieron las guerrillas justificando su necesidad de cambio. Al presidente López Obrador no le parece que debe ser motivo de discusión, pero en los hechos toma postura. Por ejemplo, este lunes, el Estado mexicano –así se dijo– ofreció una disculpa pública a Martha Alicia Camacho Loaiza, exmilitante de la LC23S, que fue una de las víctimas de la guerra sucia. El domingo en Los Pinos se entregó el premio Carlos Montemayor a dos exmiembros de la misma organización.

Es decir, sí hay una definición presidencial en los hechos, pero no así en las palabras. López Obrador ha dicho reiteradamente que la opción armada no es solución, y el mandato de las urnas el año pasado demostró que sí es posible el cambio mediante votos, no balazos. Su legitimidad le permitía abrir este debate y zanjar de una vez las diferencias históricas que arrastramos desde entonces. Desgraciadamente no lo hizo. En cambio, pronunció una vez más frases baladís. “(En) este ambiente hay que procurar serenar, tranquilizar”, dijo. Pero volvió a atacar a los empresarios, a los funcionarios públicos, a los medios. Nuevamente, gasolina sobre el pasto seco. Nuevamente, un debate frustrado.

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