La frontera del odio
Me imagino a la soberbia avergonzada de su propia dictadura. Al poder mismo apesadumbrado por las consecuencias de su mandato. A la ironía boquiabierta y, en el mismo tenor, a su hermano menor, el cinismo, timorato, por ser testigos de la firma de su propia destrucción. Se tenía que llegar a los límites de odio para poder dar marcha atrás a una serie de connotaciones demagógicas que fueron incrementando la sed de sangre.
El vital líquido corrió por igual. Sangre latina y sangre estadounidense se mezclaron por igual en el suelo que quedó tinto de carmesí. Las balas asesinas no distinguieron razas, color de piel o cabello, idioma o cultura. Los proyectiles abatieron por igual la carne que encontraron a su paso. Lo mismo hirieron al águila calva que al águila real.
Y, si nos ponemos a pensar un poco, en realidad no es tan asombroso. Pues como seres humanos somos iguales. Vivimos, respiramos, amamos, odiamos, perdonamos o pedimos el perdón cuando nos hemos equivocado. Los perdigones mataron o, en lo menos, hirieron a personas. No a mexicanos, ni a norteamericanos. Simplemente a personas.
Hoy, las autoridades de ambos países, parecen haberse dado cuenta del poder de la palabra. Ese que permite mover masas. Que cautiva y convence. La fuerza de la voz ensordecedora convertida en la fe que ciega, que obnubila el pensamiento y arrebata la razón y trae consecuencias tan funestas como la que acabamos de ser testigos.
Hoy la frontera del odio está de luto.
El discurso del Presidente Donald Trump ya cobró la primera factura. Germinó en tierra fértil del imaginario colectivo cultural del americano común. Debemos reconocer que había atisbos de ese rechazo que aumentaba sin medir consecuencias ni mediar consideraciones.
Primero fueron insultos; después, ofensas; más tarde fueron exigencia incoherentes como esa de estar obligados a no hablar español en lugares públicos por estar en suelo de barras y estrellas, enseguida fueron los golpes, las persecuciones y los abusos de los cuerpos policiacos a los latinos y así, de manera subsecuente, hasta llegar, tristemente, al crimen.
La sorpresa macabra frenó la voz del rubio que, balbuceante, tuvo que condenar el odio, el racismo, el desprecio y todo lo que antes, a su modo y velado, fueron los estandartes de su propia demagogia.
El muro que divide las naciones, tristemente ahora se ha convertido en un sello de unión pues de ambos lados el dolor quema igual ante la pérdida de hijos, padres, hermanos y parejas. Ahora, por primera vez, creo que la idea de un muro divisor, fustigador y vergonzoso está más viva que nunca en sectores sociales de ambos países.
¿Qué pasará ahora de este lado? En nuestra patria y con nuestra gente. Y ya no me refiero específicamente a esta tragedia que hasta el momento en que escribo la presente columna está arrojando un saldo de 22 muertos, cada uno con una historia tan dolorosa como la otra.
Hablo del discurso patriotero y descalificador que se ha venido escuchando recientemente.
Todos somos mexicanos. Ni más, ni menos. Todos iguales. Con el mismo y valioso derecho de pensar distinto y de manifestarlo de manera pacífica y ordenada si así lo consideramos pertinente. Todos gozamos de la libertad de pensar, decidir y apoyar. No por ello, debemos ganarnos el odio, la rechifla, la burla ni alguna otra muestra de desprecio o rechazo.
En El Paso, municipio texano, ya hay un buen número de norteamericanos pidiendo que no llegue de visita su mandatario. “¡Ya basta de odio!” gritan a coro. Ojalá que en nuestro México lindo y qué herido, no lleguemos a esos extremos y más temprano que tarde, volvamos a vernos como hermanos.
Escríbame a: licajimenezmcc@hotmail.com
¡Hasta la próxima!
Y recuerde para mañana ¡Despierte, no se duerma, que será un gran día!