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¿Ves a esa mujer? Está enamorada

De Politica y Cosas Peores

Armando Fuentes Aguirre

Lo que digo no es extraordinario: todas las mujeres están enamoradas. De un hombre; de un hijo o una hija; de un perro o un gato; de un recuerdo; de un sueño; de Dios. No hallarás nunca a una mujer que no esté ocupada de amor.

El amor llena a las mujeres como a los hombres la sangre. La mujer amará en su casa, amará si está en la cárcel, y tengo la certidumbre de que si hubiera infierno en el infierno seguiría amando. Y es que ella misma es el amor.

Eso equivale a decir que es la vida. Las mujeres llevan en sí la eternidad. Ellas son en verdad la vida eterna, en tanto que nosotros los hombres somos el instante. Coges y te vas, si me permites la vulgaridad.

Ellas llevan la vida, y en su momento la sacan al mundo. Nosotros nos limitamos a ver eso, e intentamos ocultar nuestro azoro ante el prodigio. El pasmo con que los hombres de la Edad de Piedra vieron parir a sus mujeres es nuestro mismo pasmo.

Por eso es raro el hombre que quiere estar presente en el momento de nacer su hijo. Pero estoy divagando, perdóname. Te pedí que miraras a esa mujer. Vivió varios siglos antes de nuestra era.

Quizá tú y yo vivimos también en esa época, pero no nos acordamos. Nació en Sición, una ciudad del Peloponeso, en Grecia. Ignoramos su nombre, pero Plinio recogió el de su padre, Dibutades, cuyo oficio era el de la alfarería. ¿Conoces aquellos lindos versos referidos a la alfarería? «Oficio noble y bizarro, / y entre todos el primero, / pues, hecho el hombre de barro, / Dios fue el primer alfarero / y el hombre el primer cacharro».

Pero estoy divagando otra vez. Por el nombre de su padre, Dibutades, a esta mujer que digo se le ha llamado Dibutade -feo nombre-, o en castellano Dibutada, que se oye aún peor. La muchacha está en amores con un hombre.

Ella es hermosa y él tiene la belleza de un dios joven. A la caída de la tarde van a la orilla del mar y ahí en la playa, sobre la arena, hacen el amor.

Entonces se detiene el mundo. Las olas dejan de fluir, se aquieta el viento, callan todas las criaturas y en el cielo aparecen las estrellas aunque todavía no se oculta el sol.

Y sucedió que un día no llegaron los amantes. En vano los esperó la playa; inútilmente aguardaron el mar, la arena, el viento, las estrellas y todas las criaturas.

Es que hay guerra, y él debe ir al combate. El amor y la guerra son mortales enemigos. Donde está uno de ellos no puede estar el otro. Esa noche el hombre y la mujer se despiden.

Él le promete que regresará, pero aunque lo dice de alma para afuera la verdad es que no sabe si podrá volver. La guerra está llena de muerte; quizá morirá.

Su cuerpo quedará al sol y al aire, los ojos abiertos, en la boca el eco del último grito de rabia y de dolor por la herida de la espada.

Su carne, inmóvil, muda, ya no será para el amor: será para las alimañas montaraces y las aves carroñeras. La mujer sabe también todo eso, pero no lo dice.

Le da el último beso; le da también la última lágrima. Y entonces sucede un prodigio que dura hasta este día. Movida por una repentina inspiración ella enciende una candela y hace que el hombre se ponga, de perfil, entre la luz de la vela y la pared.

Toma un carbón y dibuja en el muro la silueta del rostro del amado. Así lo tendrá con ella para siempre. Así él estará aunque ya no esté. Así seguirá viviendo, no importa que haya muerto. Los griegos afirmaban que ese día nació el arte de la pintura, y que Dibutade lo inventó. La belleza sería entonces fruto del amor.

Quién sabe. A lo mejor todas estas palabras acerca del amor no son sino palabrería. Acerca del amor sabemos poco, y lo poco que sabemos no lo sabemos bien. FIN.

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