La caravana de migrantes centroamericanos ha sufrido su primera fractura considerable. Un grupo de alrededor de cientos de migrantes, la mayoría hombres que viajan solos, ha decidido a primera hora de este viernes seguir por su cuenta hacia Estados Unidos, después de haber permanecido cinco días en Ciudad de México. Los coordinadores del éxodo centroamericano, que aglomera a más de 6.000 personas solo en la capital mexicana, habían determinado en una asamblea que se celebró en la noche del jueves que retomarían el camino «sí o sí» y que avanzarían juntos. Todo cambió en el transcurso de la madrugada, después de que les pidieran quedarse unas horas más. Pero la espera ha sido demasiado larga, las promesas han sido muchas y la paciencia de cientos se ha agotado. «Ya no queríamos estar ahí, estábamos hartos, no podíamos esperar más», afirma Marvin Padilla, un migrante hondureño de 38 años. Se espera que el resto del colectivo salga este sábado.
«¡Vámonos, vámonos!». Los gritos, los silbidos y la confusión han aparecido antes de que cayeran los primeros rayos de sol en el estadio Jesús Martínez Palillo, que alberga a la caravana de migrantes más grande y más adelantada en el camino hacia Estados Unidos. Un enjambre de reporteros, representantes de organizaciones de Derechos Humanos y trabajadores del Gobierno intentaban descifrar lo que sucedía. Eran las cinco de la mañana y se esperaba un éxodo masivo. Había, en cambio, una tensa calma.
La caravana de migrantes tomó decisiones cruciales para su travesía durante la última asamblea. Se había resuelto de forma unánime que no iban a quedarse el viernes, que la próxima parada sería Querétaro (a 220 kilómetros de la capital) y que la ruta hacia la frontera sería Tijuana, la opción más lejana, pero también la más segura.
El mayor problema de los organizadores desde hace un par de semanas había sido conseguir autobuses para transportar a toda la caravana, pero sobre todo para sus integrantes más vulnerables: niños y niñas agotados, mujeres embarazadas, adultos mayores y hombres enfermos tras una travesía que ha durado más de tres semanas. “Compañeros, no nos vamos a ir de aquí sin los buses”, prometió Milton Benítez, desde uno de los templetes de Ciudad Palillo, como se apoda a un albergue que se ha convertido en una Honduras en miniatura.
Benítez —que se presenta como periodista, sociólogo hondureño y supuesto allegado de Bartolo Fuentes, señalado por el Gobierno de Honduras como el gran orquestador de la caravana— se erigió como un líder inesperado. Era hasta hace unos días un desconocido entre el grueso de la caravana y para los miembros de Pueblos sin Fronteras, la organización que había coordinado el éxodo en las últimas semanas. El llamado Perro amarillo, por el portal homónimo de noticias que encabeza, organizó el jueves la marcha de un pequeño grupo de unos 200 migrantes hacia las oficinas del Alto Comisionado de las Naciones Unidas en México, con la consigna de conseguir los autobuses y la amenaza de seguir a como diera lugar, achacando las consecuencias del desgaste y los riesgos a la «inoperancia» de las organizaciones internacionales y el Gobierno de México.
Contra todo pronóstico, Benítez y su comitiva regresaron al albergue con aires de triunfo. «¡Sí se pudo, sí se pudo!», rugía la caravana antes de comenzar la asamblea. Pero la promesa del periodista hondureño se tambaleaba con cada palabra que pronunciaba. Pasó de «buses sí o sí», a «nos iremos con o sin buses», a «esperamos a que responda la ONU». Lo que exigía Benítez a Naciones Unidas parecía inviable: conseguir de un día para otro unos 170 autobuses con un discurso que rayaba en lo conspiranoico y con una legitimidad cuestionable. Antes, el Gobernador de Veracruz, Miguel Ángel Yunes, se había echado para atrás después de asegurar que dispondría de los autobuses tras negociaciones con Pueblos sin Fronteras. «Nos están diciendo muchas mentiras, ya no confiamos en ellos», resume Martín Umaña, de 54 años, uno de los disidentes. La mayoría de las mujeres y los niños se quedaron en el albergue. En rueda de prensa, parte de la comitiva de Benítez ha anunciado finalmente que Naciones Unidas no otorgaría el transporte y que saldría el sábado.
La llegada a Ciudad de México, por mucho donde mejor se ha atendido al éxodo centroamericano en territorio mexicano, era vista como una parada clave para recuperar fuerzas y curar las heridas, así como para establecer un diálogo con las autoridades mexicanas, lo que no ha sucedido de forma visible. El Gobierno de Enrique Peña Nieto no ha solventado la crisis migratoria, la Administración entrante de Andrés Manuel López Obrador aún espera a asumir el poder el próximo 1 de diciembre, y los coordinadores de la caravana ya han perdido el control y la confianza de una parte del contingente.
«Vamos otra vez en camino, gracias a Dios», dice emocionado Elber Peraza, de 28 años. «De aquí nomás pa’lante, de aquí hasta la frontera», agrega Peraza sin saber cuál será el punto de llegada en Querétaro ni lo que deparará la ruta hacia Estados Unidos, al tiempo que otros cientos de migrantes se congregan afuera de la estación de Metro Cuatro Caminos, al norte de la capital mexicana, para viajar por su cuenta en una caravana fracturada.
El éxodo viaja en Metro
«Es enorme esta ciudad, mirá todas las rutas, ¿cómo no se va a perder uno?», cuenta sorprendido Johnny Rivera, un migrante hondureño de 21 años, tras abordar el Metro de la Ciudad de México. Cientos de centroamericanos han abarrotado de forma inesperada los vagones del sistema de transporte colectivo de la capital mexicana para acercarse a la carretera a Querétaro, su próximo destino. Trabajadores de la red calculaban que habían transportado hasta 800 migrantes hasta las ocho de la mañana de este viernes, por lo que es posible que esa cifra se incremente a más de un millar de personas.
«¿Cuánto falta para llegar?». «¿Por dónde vamos?». «¿Cómo sabes de qué lado te tienes que bajar?». Esas fueron algunas de las preguntas que invadieron a los migrantes que decidieron seguir su camino y que intercambiaron, por unos momentos, los viajes a dedo en camiones de carga y las extenuantes caminatas por un trayecto con tintes surrealistas en las arterias subterráneas de la ciudad más poblada de América Latina. «Nunca me había subido a un Metro», admite asombrado Pablo Ajcac, un migrante guatemalteco de 34 años, mientras observa los simbólicos dibujos y la maraña de rutas de colores en el mapa del Metro mexicano.
Las autoridades han reservado en plena hora punta trenes que viajaran sin detenerse desde la estación Ciudad Deportiva hasta el intercambiador de Chabacano y de ahí hacia Cuatro Caminos, la última estación al norte de la línea 1, la más concurrida de la capital. «Estamos al cien, vamos en Metro hacia Estados Unidos», dice emocionado Ajcac ante la mirada atónita de los usuarios habituales en los andenes.
Migrantes abordan el Metro en Ciudad de México. HECTOR GUERRERO
Fuente: El País