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AMLO, el Ejército y el 68

Luis Hernández Navarro
Existe un divorcio entre el Ejército y una enorme porción de la sociedad mexicana. El papel que las fuerzas armadas desempeñaron en la represión al movimiento estudiantil y en la matanza del 2 de octubre de 1968 les valió el repudio ciudadano. Su participación en la guerra sucia de la década posterior a Tlatelolco profundizó la animadversión en su contra.

La ruptura no era nueva. El descontento hacia la milicia estaba alimentado por su responsabilidad en la represión sistemática a los movimientos populares. Aunque cumplieran órdenes dadas por civiles, fueron soldados de línea quienes asesinaron en Xochicalco al líder campesino Rubén Jaramillo, a su esposa y a sus hijos. Fueron militares quienes rompieron la huelga ferrocarrilera de 1959 y detuvieron a 800 trabajadores y a sus líderes. Fue el Ejército el que, en 1960, aplastó violentamente la protesta popular contra el gobernador de Guerrero, Raúl Caballero Aburto.

Lejos de cicatrizar con el paso de los años, la herida abierta en 68 se ha hecho mayor. La activa intervención de las fuerzas armadas en tareas de contrainsurgencia en Chiapas y Guerrero arrojó una larga lista de graves violaciones a los derechos humanos y la promoción de grupos paramilitares. Su participación en funciones de policía en la guerra contra el narcotráfico escaló la animadversión ciudadana. Su actuación durante la noche de Iguala el 26 y 27 de septiembre de 2014, cuando fueron desaparecidos 43 jóvenes estudiantes normalistas de Ayotzinapa, y en las ejecuciones extrajudiciales en Tlatlaya hicieron aún mayor la desconfianza popular hacia la institución castrense.

No es asunto subjetivo. Las quejas presentadas ante la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) por presuntas violaciones a las garantías fundamentales de civiles por las fuerzas armadas han aumentado en la década reciente. Entre 2007 y 2017 se presentaron 10 mil 764 denuncias contra militares y 2 mil 790 contra marinos. Lo mismo ha sucedido con el número de recomendaciones emitidas por la CNDH debido a violaciones a las garantías fundamentales: 166, de las cuales 126 son contra la Sedena y 40 contra la Semar.

Estas cifras son apenas una pequeña muestra del grado de descontento contra la tropa. En muchas ciudades, pueblos y comunidades de todo el país circulan multitud de testimonios de abusos de militares contra la población civil que no se denuncian por miedo o porque se piensa que es inútil hacerlo. La memoria de las atrocidades cometidas contra la población civil durante la guerra sucia está viva en familiares y vecinos.

Las violaciones a las garantías fundamentales en que han incurrido soldados y marinos, que han sido acreditadas en todas estas recomendaciones por la CNDH, son desaparición forzada, ejecución extrajudicial (vulneración del derecho a la vida), detenciones arbitrarias, tortura y otros tratos crueles, contra la integridad y la seguridad personal, contra la libertad, agresiones sexuales y no presentar de inmediato a los detenidos ante el Ministerio Público.

El triunfo de Andrés Manuel López Obrador en los pasados comicios estuvo alimentado, en parte, del memorial de agravios hacia las fuerzas armadas y de la esperanza de esclarecerlos, hacer justicia, reparar los daños y garantizar que no vuelvan a suceder. También de su ofrecimiento de retirar al Ejército de las calles y regresarlo a sus cuarteles.

Por eso resulta relevante que haya usado la Plaza de las Tres Culturas, y una fecha cercana al 2 de octubre (apenas tres días antes), como escenario para fijar su posición sobre el futuro de la milicia. Y para tratar de impulsar una reconciliación entre esa institución y quienes desconfían de ella. No hay que ver a los soldados y marinos como enemigos. Son pueblo uniformado, hijos de campesinos, obreros, comerciantes, dijo.

El discurso, acompañado por el ofrecimiento de no utilizar, nunca más, al Ejército para reprimir al pueblo, parece ser un llamado a hacer un borrón y cuenta nueva con las violaciones a los derechos humanos cometidas por los militares. Es una especie de convocatoria no explícita a perdonar a cambio de la promesa de que esas afectaciones las garantías individuales no vuelvan a suceder, garantizadas por el hecho de que, el hoy presidente electo, será comandante en jefe de las fuerzas armadas.

La intervención de López Obrador el viernes difiere de lo dicho por él en ese lugar el 21 de mayo de 2012, como candidato a la primera magistratura. Hay una toma de distancia con respecto a lo dicho en aquel entonces. Hace seis años profundizó mucho más, en el papel del movimiento del 68 en la lucha contra el autoritarismo gubernamental.

Se dirá que en 2012 habló en la Plaza de las Tres Culturas como candidato y en 2018 lo hizo como presidente electo. Cierto. Sin embargo, la desconfianza de amplios sectores de la población hacia el Ejército no se resuelve por decreto. El origen de clase de los soldados y marinos al que apela como garantía de reconciliación no exime ni a la institución ni a sus integrantes de las graves violaciones a los derechos humanos cometidas. Y su compromiso personal (sin duda genuino) no garantiza que esto no vuelva a suceder.

El presidente electo anunció en Tlatelolco una reforma al Ejército. La defensa nacional la podemos hacer todos. Los marinos y los soldados tienen que ayudarnos para garantizar la seguridad interior y la seguridad pública, dijo. Aunque falta precisar las modalidades de esta ayuda y detallar las semejanzas y diferencias de esta propuesta con la controvertida Ley de Seguridad Interior, es muy delicado involucrar a las fuerzas armadas en funciones de policía. Buena parte de las violaciones a los derechos humanos que la milicia ha cometido son resultado, en mucho, de su acción en tareas de seguridad pública. Y aunque la iniciativa se haya hecho en la Plaza de las Tres Culturas, no parece estar en sintonía con el espíritu del 68.

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