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La súplica en la Roma: detengan los trascabos, dos mujeres siguen atrapadas

El señor Domingo Adrián Vega García está como pasmado, viendo hacia el edificio caído del Laboratorio Cencon donde siguen atrapadas su hija Karina y otra compañera de nombre Guadalupe Rojas. El inmueble está siendo demolido “estratégicamente” por dos ruidosas retroexcavadoras que avanzan, forcejean con las ruinas hasta arrancarles rebanadas de concreto que avientan toscas a camiones de volteo.

Él clama, reclama, se indigna, a ratos se tranquiliza, camina para todos lados, en el intento de hacerse oír por marinos o militares para que detengan el macabro vals de esas máquinas en su destructor vaivén palante-patrás a la altura de Puebla 282, en la colonia Roma. Lo acompañan 200 jóvenes alistados como voluntarios para un rescate manual.

Ningún uniformado los atiende: vallas metálicas resguardadas por policías les impiden acercarse a la zona del desastre.

“Yo quiero que todos ellos entren”, dice, refiriéndose a los disciplinados y semi-equipados jóvenes –medio instruidos sobre cómo maniobrar para no hacer enfurecer a los químicos que pudieran ser explosivos–, quienes ofrecen sus brazos para sustituir a las máquinas. Ellas y ellos son quienes pasaron de darle click a las consignas del movimiento #RescatePrimero que se abre paso en redes, al activismo del cuerpo presente.

“No queremos que entre la máquina todavía”, explica el padre a la una de la mañana de este viernes, dos días y medio después del terremoto. Lanza otro argumento sacado del sentido común: “No permiten entrar por los químicos del laboratorio, pero la pala mecánica produce más chispas que un pico o una pala”.

Los vecinos de esta otra zona cero dicen que en cuanto cayó la noche del jueves, la maquinaria comenzó escucharse en la calle de Puebla. La indignación prendió como mecha, azuzada con las teorías que en redes sociales aseguran que ‘el gobierno quiere acabar pronto y dejar de buscar a los vivos’, o que ‘quiere ocultar la corrupción de las compañías constructoras’ y movilizó a decenas de jóvenes agrupados en brigadas y que son quienes se plantaron detrás de estas vallas.

Desde la media noche estos brigadistas uniformados con cubrebocas, chalecos fosforescentes, cascos, botas y googles han tratado de hacerse oír diciendo a los uniformados que las máquinas pueden destrozar cuerpos. Ningún mando da acuse de recibo a la lógica y a sus preocupaciones. Tampoco alguno se acerca a calmar a las familias o a preguntarle su opinión a Domingo.

La información es poca, contradictoria, a veces fantasiosa; la desinformación cubre los huecos sin llenar, las explicaciones que no cuadran.

Los familiares de Guadalupe Rojas dicen que alguien del gobierno les explicó que el uso de la maquinaria era “estratégico” para arrancar la fachada que obstruye el paso hasta la parte trasera del edificio, a donde no han podido llegar los rescatistas, y donde estarían atrapadas Guadalupe y Karina.

Cristian, el hijo de Domingo, apoya esa versión, pues un amigo confiable le aseguró que los rescatistas habían metido unos sensores geotérmicos que indicaron que no había vida en la primera sección del edificio, versión que luego habría sido confirmada por unos perros rastreadores.

Pero el papá no se convence, tampoco los primos de Guadalupe, menos los brigadistas.

“Nadie nos avisó. Habíamos pedido que no se metiera la pala mecánica porque pasan encima de los cuerpos, pero según dicen ellos es con estrategia, que saben que los cuerpos están al fondo. ¡No creo, no vi a nadie con equipo especializado!”, dice Domingo con el rugido demoledor de la maquinaria como sonido ambiental.

Lo acompañan cuatro veinteañeras con cubrebocas blancas: son compañeras del equipo de futbol Kraken de Xochimilco, donde “Karis” jugaba como delantera.

El día 19 después del temblor, en el grupo de whats las pamboleras se escribieron para checar si todas estaban bien, sólo Karina –de 29 años, química bacterióloga parasitóloga de profesión– no respondió. Las noticias les confirmaron la tragedia. Ellas hacen guardia porque tienen fe en que su amiga saldrá bien librada.

En esta espera notaron que los soldados y marinos no permitieron el paso de los afamados Topos, alegando el peligro de los químicos. Cristian, el hermano de Karina, también notó que los uniformados suspendieron la búsqueda una noche entera con el pretexto de la lluvia.

Pero la señora María del Rocío García, tía de Guadalupe, la química de 40 años atrapada junto con Karina, apoya la entrada de los trascabos.

“Aunque la gente ve mal esas máquinas, esas lozas tan pesadas no las puede levantar el ciudadano, claro que hay peligro de que se lleven el cuerpo en medio, por eso en el 85 la gente se metió a picar, pero las máquinas nos dan certeza de que (los cuerpos) no estarán más ahí. En el 85 tardamos un mes en encontrar a un compañero, y aunque es más doloroso para los familiares, finalmente vamos a saber pronto”, justifica con una cierta certeza de que su sobrina pudiera no estar viva. Aunque el temblor fue apenas hace 60 horas.

En redes sociales el hashtag #RescatePrimero-No a la maquinaria del gobierno, está en apogeo. De celular en celular salta el mensaje con la voz nerviosa de una mujer que pide ayuda a los ciudadanos para que no permitan que el gobierno destroce la escuela Rébsamen, donde aún hay niños atrapados. Pide que le crean porque ella está en ese sitio.

Desde la mañana comenzó la inquietud de que entrarían los bulldozers, en parte debido a que en la radio se ha comenzado a hablar del tema. El rumor hizo que los familiares de la gente atrapada en el edificio de la cercana avenida Álvaro Obregón 286 hicieran protestas preventivas para que a nadie se le ocurra meter maquinaria. En Twitter, Whatsapp, Facebook, la misma exigencia.

Aunque los titulares de Gobernación, Marina, la Defensa Nacional y sus subalternos han asegurado en vivo o a través de Twitter que las labores de rescate no pararán, la gente no les cree –en 32 años el gobierno no ha logrado convencer de que tiene mañas distintas a las mostradas en el temblor del 85–, y por eso están en donde cruza Puebla con Salamanca.

“Desgraciadamente se confirma la noticia de que lo que el gobierno quiere es limpiar”, asegura indignado Marcos Alarcón, quien se lanzó con su familia desde los rumbos del aeropuerto hasta la Roma para traer comida, pero se quedó a apoyar a los jóvenes para hacer presión contra los trascabos.

“No es posible, no han pasado ni las 100 horas que indican los protocolos y a las 42 horas ya quieren levantar todo”, reclama el chef David Ochoa, rescatista improvisado y líder de la recién creada Brigada Alfa que, con brigadas como la Guantes Rojos, fundada horas antes en el Parque México de la colonia Condesa, vino a reciclar la historia, como en el 85, cuando los jóvenes se opusieron al paso de la maquinaria… y rescataron a más gente con vida.

El chef brigadista, vestido con chaleco con focos eléctricos, no cree en las declaraciones de los funcionarios y explica la razón: “Vemos que nacionalmente a todo el Ejército le dieron bulldozers para derribar”.

Los jóvenes siguen haciendo filas en dos disciplinadas columnas que sólo se mueven cada vez que un auto intenta pasar por la calle o cuando la lluvia de la una de la mañana arrecia. En la espera se les instruye cómo no provocar el enojo de los químicos inflamables o peligrosos. Cómo los tenis pueden causar una chispa. Lo útil que pueden ser los googles que uno tiene arrumbados en el clóset. La importancia de fijarse que no haya químicos cada vez que usen el pico o la pala. O por qué está prohibido fumar.

El químico Julio César Rojas Castillo desestima el peligro y pareciera que tiene conocimiento de causa. Él, como otros, se enlistó como voluntario a través de un llamado que vio en feiz, y junto con otros farmacéuticos del laboratorio en ruinas recuperó los químicos de entre las ruinas, bajo supervisión de los militares. Estuvo desde las 10 de la mañana hasta las cinco de la tarde del jueves.

“Sacamos como unos 250 frascos, estaban en un área junto a la ventana”, asegura bajo un toldo donde procura no mojarse. En el piso, a unos pasos de sus pies, decepcionados, tristes, acostados sobre el pavimento, están Domingo y sus familiares.

“¿No es peligroso que estén las máquinas trabajando en el laboratorio?”, se le pregunta al especialista.

“No. Los (frascos) que quedaban ya los han de haber tronado”, dice con la despreocupación de quien está familiarizado con el comportamiento bipolar de los químicos.

Los jóvenes voluntarios no están tan confiados. Uno de ellos le comenta a otro que un primo le explicó que un ácido puede volarlos a todos en un segundo. Pero ni con esa amenaza encima –que el químico Rojas considera improbable– se retira de la fila de voluntarios que quieren sacar a Karina y a Gabriela.

La lluvia no humedece ni ablanda el heroico espíritu de estos rescatistas ciudadanos que, pacientes, esperan a que alguien les permita el acceso. Alguien que nunca llega.

Recargada sobre la valla metálica instalada por policías defeños, una mujer policía marca a casa de sus parientes en Aguascalientes para avisarles que los trascabos comenzaron a retirar los escombros de la farmacéutica colapsada donde su prima Guadalupe aún no había sido rescatada.

“No lo estoy inventando, mire”, dice la mujer incrédula alzando el celular para que del otro lado vean el papel protagónico de las máquinas amarillas que arrancan, destrozan, escupen materiales. Por el altavoz se escucha un silencio.

MARCELA TURATI

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