A Roberto Borge le cuesta lavar los baños… “pero está aprendiendo”, dice compañero en el penal
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- “Guardias, desalojen al periodista por favor. Manden a desalojar a esta persona”, pidió el exgobernador de Quintana Roo Roberto Borge Angulo, a los soldados que vigilan el penal El Renacer, de Panamá, donde se encuentra recluido desde el pasado domingo 4, acusado del delito de operaciones con recursos de procedencia ilícita.
El guardia a quien Borge se dirigió, respondió: “Si usted manda a desalojar a sus visitas, entonces no permitiremos que lo visiten. ¿Cómo sabremos qué visitas quiere y cuál no? ¿Y sabe señor? Aquí a la visita se le respeta. Está en su derecho de no aceptarlo, pero aquí no desalojamos a nadie”.
Lo anterior se desprende del texto publicado ayer por el periodista Pedro Canché –encarcelado en México durante nueve meses por órdenes de Borge Angulo– en su portal de internet.
A lo lejos desciende una figura con un lento caminar. Sus pasos son flojos a pesar del declive que lo favorece. Su playera azul celeste contrasta con el verde intenso de los árboles y la tierra negra de los cerros. Estrena un pantalón talla 38 de la tienda Davensa.
Salió de un edificio estilo escuela primaria con tejas rojas. Dos cercos de alambre dividen esas “aulas” del área de visitas. El caminar de los presos en la cárcel El Renacer es ágil, sobre todo quienes reciben visitas. Y cómo no. Los presos de esa prisión ansían ver a sus leales familiares y sus encargos.
Pero el hombre con pelo peinado hacia atrás camina como si sus piernas fueran de auténtico plomo.
Hay que vestir de polo color morado, de lo contrario los guardias prohíben pasar a visitar a los encarcelados. La tienda Davensa, ubicada en la vía España de la Ciudad de Panamá, resuelve ese detalle. “Para el hombre que avanza”, dice el slogan del almacén de ropa. Pero Roberto Borge Angulo no avanza.
Construido en la falda de un cerro, el terreno de El Renacer está empinado. En este paisaje de flora exótica del Parque Nacional de Gamboa, situado a 40 kilómetros de la Ciudad de Panamá, se escucha el canto de cientos de loros y el aullido de un mono saraguato.
Borge pasa por otro edificio parecido a las aulas de las escuelas de Quintana Roo y se pierde un momento. Pareciera –si no fuera por los cercos de alambre con enormes púas que intimidan hasta al más valiente– que es una escuela, por el tipo de techo de dos aguas de las tres naves. Dos, construidos de forma paralela y pintadas de blanco, y otra transversal con tejas rojas. 14 ovejas pastan plácidamente en el cerro dentro de los límites de la prisión, ahí donde está la última torre. No son las únicas que podrá contar el otrora poderoso gobernador.
Un enorme buque carguero impresiona por su tamaño y su carga. YHU son los signos que tiene el barco y pasa a 100 metros de esta cárcel, que al este colinda con el Canal de Panamá y con una vía de tren. La vista es interesante. Cruza un tren de carga amarillo con el nombre Panamá Canal Raywall y una incontable carga de contenedores colores rojo óxido, grises y distintos matices viejos color ocre.
Abobado, Borge mira el buque y el tren que coinciden a su paso. Ya tiene distracción, además de contar las ovejas del cerro pelado. Podrá contar, conocer y ser experto en los miles de barcos y buques y cargueros que cruzan los 80 kilómetros de la franja panameña para perderse en los océanos Pacífico y Atlántico. Esta vista del sábado 10 de junio será la que tenga Borge durante el tiempo que dure en ese penal en tanto se le extradita a México.
“Saliendo de verlo. Que le lleves la comida suéter y pantalones jean ahora. Y mañana otras cosas. Ya está el permiso con la custodia de la entrada. Vamos saliendo”.
Fue el mensaje que recibí el viernes 9 de junio vía WhatsApp del abogado de Borge, Carlos Carrillo. Había pactado una entrevista con él en su despacho Carrilloley, en la cerrada San Lucas.
En la tienda Davensa le surtí lo que necesitaba. 106.89 dólares, la moneda que ha desplazado al balboa en Panamá.
En el restaurante tradicional panameño El Trapiche le compré a Borge un pan con lomo y una coca cola de lata.
En el centro de retención preventiva de la Dirección de Investigación Judicial (DIJ), allá en Ancón, en la periferia de Panamá, otrora propiedad de los gringos hasta 1979, hay dos celdas grandes y una pequeña que era usada para orinar. Apesta a orina y excremento. Un preso la medio lavó, y ahí fue “hospedado” los primeros cinco días el detenido de Tucumen.
Ahí se enteró vía sus abogados que fue expulsado del PRI. Ahora cambió su suerte, al menos en lo que toca a su lugar de arresto.
Un policía negro informó que el exgobernador había sido trasladado a El Renacer el viernes 9. Y estaba jubiloso. “Ahí va a estar mucho mejor. Es una cárcel para los que tienen plata y pueden pagar al fiscal para estar ahí. Es un lugar cómodo, y ahí sí llévele lo que quiera. Su ‘amigo’ tendrá la comodidad gracias a sus abogados”.
Max Saavedra, mi taxista, pensando que yo era algún familiar del detenido Borge, me dijo que con 50 dólares al guardia podríamos pasarle al exgobernador el iPhone que tengo.
“Con dinero no sólo puede recibir celulares, sino hasta mujeres”.
La mujer policía saca un oficio y me lee lo que se puede pasar y lo que no. Nada de cítricos ni manzanas. Papaya y plátano sí, y comida que no esté enlatada. Su compañero, un oficial muy receloso, saca el pantalón, lo revisa y lo dobla. La chamarra y el jean negro no pueden pasar. Ninguna ropa color oscuro puede pasar. Esa lata de coca cola también se queda. Una madre que estaba esperando la liberación de su hijo la pide comprar. Se la doy sin costo y la bebe desesperada en medio del calor húmedo del trópico panameño.
La oficial se pierde y le lleva la ropa, los pantalones y la torta de Trapiche.
Suena el mensaje de WhatsApp. El viejo abogado Carlos Carrillo cometió un error de novato. Confundió mi número telefónico mexicano con el de Fabián Vallado, otrora segundo hombre poderoso de Roberto Borge. Llegó a Panamá para lo que se le ofreciera al Boss.
“Perdón. No eran estos mensajes contigo. Disculpa. Cualquier cosa déjalo en mi oficina y te reembolso el gasto”. Los mensajes no eran para mí. Era para un amigo de Borge.
La confusión del “colmilludo” abogado
–¿Y comió Borge su torta de lomo?, inquiero al guardia de apellido Masa. “Por supuesto, se ve que el hombre tenía hambre. El pantalón le vino igual. Y ya tiene polo celeste para recibir visitas. Mañana podrás platicar con él”.
Demasiado tarde el mensaje del abogado de Borge Carlos Carrillo, famoso por encabezar la defensa del expresidente de Panamá, Ricardo Martinelli.
Una camioneta blanca se detiene en el estacionamiento de El Renacer. Un hombre de 35 años de edad abre la cajuela y baja una almohada y una maleta negra con ropa y accesorios de limpieza. Dos pizzas grandes y tres bolsas más. Le ayuda una abogada cuarentona de piel cobriza. Es Fabián Vallado, exsecretario privado de Borge y exdelegado de la Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol) en Quintana Roo.
Los mensajes para llevarle ropa y artículos eran para él y por confusión el abogado me mandó los mensajes, y sin querer me dio pistas para poder llegar a mi propósito en Panamá: entrevistar al hombre que gobernó Quintana Roo con prepotencia y que saqueó el estado y hundió más al pueblo maya en la miseria.
“El señor trajo del DIJ jabón y mucho papel higiénico, cantidad de papel”, expresó la oficial Ríos. La llegada de Vallado había descontrolado a los guardias. Tenían instrucciones de recibir las ropas de su prisionero y yo llegué primero. Y se desquitan.
En el retén policíaco a cinco kilómetros de la cárcel, dos policías nos hacen la señal para detenernos. El taxista Max Saavedra, quien en su juventud trabajó en el Canal de Panamá, se pone nervioso. “Es que tú grabaste. Ellos se dieron cuenta. Nunca me habían detenido”. El guardia anotó en su libreta mis datos del pasaporte y me interrogó sobre mi estancia en su país y mi sitio de hospedaje. Durante una hora nos retuvieron en ese solitario paraje de Gamboa. A cada momento se comunicaban por el celular. Recibían instrucciones y volvían a llamar a sus jefes de distintas jerarquías. Hasta que devolvieron mis documentos y las del taxista. “Todo en orden periodista”.
Eso fue el reproche del sábado del teniente en jefe de la prisión. “Viniste y pensamos que eras el amigo del señor y resulta que vino el otro y descontrolaste a la guardia. Voy a pedir autorización para ver si te dejan pasar”. Llama y le autorizan. “Puedes pasar, pero no ingreses nada de alimentos. Ni billetera ni celular”, dijo el teniente.
Ingresamos cuesta abajo donde convivían a lo lejos figuras de azul y morado. Hay muchos letreros en el camino en cada rosa y tulipán sembrados. “Esperanza”, “Virtud”, “Familia”, “Hermanos”. Bajar la cuesta de 80 metros enseguida nos hace doler las pantorrillas.
Le dicen “El Ciervo”. Pertenecía a una pandilla en el barrio de Curundu. Asesinó a un rival y tiene una condena de 40 años. Se acerca a barrer él aérea de la mesa de madera despintada donde nos sentamos a esperar a Borge. Es el encargado de organizar las visitas.
“Que venga Roberto”, grita, y uno de sus muchachos se va al edificio de tejas rojas. Es muy servicial y se dice “entregado al señor”. Entona unos himnos religiosos.
–¿Qué tal se porta Roberto Borge, el mexicano?
“Está en el lugar del general Manuel Antonio Noriega, en la enfermería (Noriega salió de esta cárcel el 17 de enero de 2017 para un arresto domiciliario y murió el pasado 30 de mayo de un tumor maligno en el cerebro). Colabora bien. Está cumpliendo con barrer y lavar las celdas del baño y enfermería. Ya hizo amigos ahí y pidió que lo cuidaran”.
–¿Y es bueno con la escoba Roberto?
“Si, lavar los baños le cuesta, pero está aprendiendo. ¿Y usted de que le toca? Oiga, lo vamos a poner a jugar futbol o basquetbol, pues se la pasa encerrado y no quiere salir al patio”.
Roberto Borge cruza la pequeña cancha de futbol. Y mueve la cabeza por todos lados tratando de hallar un rostro conocido.
“El Ciervo” se retira, pues ha llegado su hijo a visitarlo. Lleva diez años en el Renacer y su muchacho ya está en la adolescencia.
Borge busca a su amigo. Igual anda descontrolado.
–Hola Roberto Borge, soy yo el que vino a visitarlo. Venga acá.
Trastabilló con la grava suelta. El tipo se pone pálido. Cambian sus facciones. Está sorprendido. No esperaba verme ahí. Aprieta las mandíbulas. El rostro sin afeitar se pone colorado. El gobernador que me puso en la cárcel por sus caprichos de dictador ahí estaba… derrotado.
Nunca lo había visto en persona, ni antes ni después del encarcelamiento al que fui sometido en su gobierno. Nunca le había visto el rostro. Su cara me recordó a Buzz, el personaje del infinito y más allá de la caricatura infantil Toy Story.
–Vamos a platicar. Esto no es nada personal. Es un trabajo periodístico. Dígame cómo está.
“Yo esperaba a Fabián. No quiero platicar con nadie. Contigo no. ¿Qué haces aquí?”.
–¿Te gustó la torta del Trapiche?, le digo mientras observo el polo color celeste y el pantalón de mezclilla que le traje ayer.
–Por cortesía creo que podremos charlar unos minutos por lo menos, intento convencerlo.
Hay dos guardias que vigilan la interacción de los visitantes y los presos. A ellos se dirige Borge una vez recuperada la compostura. Aún cree tener el mando. Lo soberbio lo tiene a flor de piel.
“Guardias, desalojen al periodista por favor. Manden a desalojar a esta persona”.
El guardia a quien se dirigió, un soldado panameño le dijo: “Si usted manda a desalojar a sus visitas entonces no permitiremos que lo visiten. ¿Cómo sabremos qué visitas quiere y cuál no? ¿Y sabe señor? Aquí a la visita se le respeta. Está en su derecho de no aceptarlo, pero aquí no desalojamos a nadie”.
Borge apresura el paso por la pequeña reja y le dice algo a dos de sus compañeros que se le acercaron y voltean a verme.
Parado contemplo como se escabulle por la cancha de futbol. Presuroso va cuesta arriba a su celda en la enfermería.
Ahora ya no tiene los pies de plomo.
Nota: La celda donde se encuentra Roberto Borge cuenta con un colchón cómodo, una pantalla de plasma. Es más bien un campo de retiro. Dentro del terreno cercado con alambre de púas los prisioneros pueden pasear libremente. La enfermería donde está es la más cómoda. Ahí pasó diez años de su vida el general Manuel Antonio Noriega, hasta su muerte en mayo pasado
(apro)