UN GRITO EN LA CATEDRAL… ¡LO ESTAN ACUCHILLANDO!
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- Faltan diez para las seis de la tarde. Catedral Metropolitana. Nave Central. El acólito enciende las luces del Altar del Perdón.
En compañía de mi hija, formo parte de un grupo de docentes de la generación 1974-1978 de la Escuela Nacional de Maestros a quienes se nos ofrenda una misa de acción de gracias por 39 años de servicio.
El padre Miguel Ángel Machorro inicia la liturgia. Su voz reverbera en la bóveda del recinto. Hechos de los Apóstoles. Los gentiles quieren apedrear a Pablo y a Bernabé, quienes tienen que huir y predicar el Evangelio en Listra.
El Evangelio de San Juan: “El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama…”.
Los maestros se acercan a comulgar. Aplauden cuando el padre Machorro los conmina a hacerlo por su trabajo “tan hermoso, porque su profesión es tan noble, porque son un pilar para México y porque educan a niños y forman un país”.
Después pide otro aplauso para todos los que han asistido a misa, Sonríe. Toma el acetre y bendice crucifijos, y a los maestros, y a los asistentes que se le acercan mostrando rosarios y las imágenes de sus santos. Todos alcanzan parte del rocío bendito y felices se vuelven a sus sitios.
Algunos maestros se acomodan junto al Cristo del Veneno o al altar para tomarse la foto del recuerdo.
De entre los fieles, un joven barbado camina y se instala en el altar…
La escena ahora es la fotografía de lo insólito.
Es el instante en que el sacerdote comienza a convulsionarse. Bueno. Eso creemos.
Se habrá caído al subir las escaleras y los fieles corren a auxiliarlo, entre ellos el muchacho de barba, que busca levantarlo. Bueno. Eso creemos.
Y entonces inicia el otro rito: el de la violencia. El del horror, el de la sangre: no la sangre de Cristo sino la del cuerpo social en el cuerpo de un sacerdote que siente un cuchillo hendirse sobre su carne.
En su propia liturgia, el hombre de barba y cabello negro alborotado levanta el brazo y lo deja caer con fuerza sobre el cuello del padre, quien yace sobre su costado izquierdo. Una, dos, tres, cuatro puñaladas, cada una con más fuerza que la anterior.
“¡Lo está acuchillando!” Me lanzo en ayuda del padre pero mi hija, aterrada, me detiene.
El rito negro lo completa un círculo alrededor de la víctima y de su atacante. Impotentes todos, sólo atinamos a gritar pidiendo ayuda.
El arma en la mano, los brazos alzados, es la otra imagen de este rito inesperado de pesadilla. El hombre observa a los feligreses, suelta el cuchillo y corre hacia el lado derecho de la nave de la catedral.
Varias mujeres corren tras él: “¡Asesino! ¡Deténganlo! ¡Maldito! ¡Imbécil!… ¡Asesino! ¡Asesino!”
El personal de seguridad acaba con el rito negro al derribar, someter y esposar al criminal mientras el sacerdote se desangra en el piso. Un pequeño círculo de personas lo rodea con la desesperación de ayudarlo sin saber cómo. Lloran, gritan: “¡Ayúdenlo! ¡Una ambulancia! ¡Por favor ayúdenlo!”
Cómo no ir en su ayuda. Le sostengo la cabeza y otra mujer dice que hay que hacer presión sobre la herida mientras llama al 911.
Me quito el rebozo e intentamos cubrir la herida en el lado derecho del cuello del sacerdote. Apenas he colocado la tela sobre la lesión siento su mano izquierda húmeda y caliente. Desde el cuello la sangre forma un camino rojo que cubre ya el costado izquierdo de Miguel Ángel Machorro.
Levanto un poco su cabeza y enrollo el rebozo para taponar la lesión principal. Apoyo su nuca en mis rodillas.
Un murmullo débil: “Ayúdenme”… Y después… nada.
Comienzo a hablarle, le digo que estoy con él, que resista, que va a salir de esto, que va a sobrevivir.
Una joven se aproxima y dice ser doctora. Me pide que no deje de hacer presión sobre la herida principal. “No se duerma, padre, ya viene la ayuda”, le indica mientras le toma el pulso, que está muy débil.
La faz del sacerdote palidece tanto que incluso sus encías se tornan blancas. Por el movimiento de su abdomen vemos que apenas respira.
Se acerca otra mujer, una policía, que se comunica por radio: “¡Ya manden la ambulancia. Está cabrón aquí. Se está muriendo. Ya mándenla. Está de la chingada. Se está muriendo!”
Llegan cinco, seis elementos del ERUM. “Rómpanle toda la ropa para ver dónde más está herido. Lo apuñalaron varias veces, dicen que también tiene una herida en la espalda”, les decimos.
Sigo sosteniendo la cabeza del sacerdote mientras rasgan con tijeras la casulla y el alba. Llegan hasta una camisa a cuadros, roja, sencilla. La estola queda en el piso empapada en sangre.
Los paramédicos dicen que deben estabilizarlo. La doctora pide que lo canalicen. Un brazo no basta: lo canalizan por dos vías. La pérdida de sangre es excesiva. Los rescatistas pisan el líquido viscoso, van de aquí para allá, forcejean con la camilla por no saber a qué altura ponerla, piden una sábana: el mantel que cubre el altar.
Acomodan al sacerdote en la camilla, la doctora sosteniéndole los pies. En el camino a la ambulancia discuten a qué hospital llevarlo.
La policía ya ha sacado del recinto a los turistas y a los feligreses, incluyendo a mi hija, que se halla en shock.
La Catedral Metropolitana queda vacía. Ante el Altar del Perdón y tintas en sangre yacen el alba blanca y la casulla hecha jirones del padre Miguel Ángel Machorro, bajo la mirada de un Cristo negro impasible.