Lo inhumano
o inhumano no es una condición animal, no pertenece a nada de lo que a la naturaleza se refiere, ni siquiera pertenece a lo humano –el sufijo “in”, que indica negación, lo revela con claridad. Pertenece, en cambio, a una realidad de orden espiritual: lo demoniaco, que el racionalismo niega y, por lo mismo, permite que continúe operando. “El mayor triunfo del demonio en nuestra época –escribió Baudelaire– es habernos hecho creer que no existe”. Esto no quiere decir que lo demoniaco está fuera de nosotros y que, como en la película El exorcista, llega del exterior para poseernos. Ideas como esas intentan, como muchas de las explicaciones emanadas del racionalismo, exculpar la libertad del ser humano en su propia deshumanización.
En realidad lo demoniaco es una elección de lo humano que se niega a sí mismo. Es su degradación –“no serviré”, es la palabra del demonio, según la mitopoiesis judeocristiana–: “No serviré a lo que soy; lo niego en mí, lo niego en los otros, lo niego en la naturaleza”. Su negación es la búsqueda desesperada del caos, de lo que no tiene rostro, de lo informe, de lo que carece de vida, de lo inhumano.