ASESINATOS; PERIODISTAS EN UN RIO DE SANGRE E IMPUNIDAD
En semanas y días recientes, tres periodistas han aumentado con sus muertes la lista interminable de comunicadores asesinados por la delincuencia organizada -o no-, pero sangrienta, letal e impune, cuyo reino se establece en regiones enteras del país ante la estupefacta impotencia de la autoridad.
Los periodistas ahora muertos vivían en tres estados de la República distantes entre sí; uno en Guerrero (Cecilio Pineda), otro en Veracruz (Ricardo Monlui) y una más en Chihuahua (Miroslava Breach). Todo el país, del Golfo al Pacífico y hasta la frontera del norte.
¿Por qué nos debe ocupar tanto tiempo de discusión y condena la muerte de los periodistas en un país donde aparecen de la noche a la mañana 23 mil fragmentos de cuerpos humanos desparramados en innumerables fosas clandestinas, panteones sin control o simples tiraderos de basura, como ocurrió recientemente en Veracruz, pero de lo cual hay registro, o al menos conocimiento, en muchos otros lugares?
Muertos por aquí, muertos por allá. Los cadáveres navegan en un charco de sangre infinita.
Pero no es lo mismo un desconocido.
Los periodistas son (somos, diría el otro) conocidos. En algunos casos hay famas estelares, en otros, vergüenzas continentales. Hay de todo.
Pero los asesinatos de periodistas con notoriedad regional son noticia a fin de cuentas, como lo son los crímenes contra los alcaldes o los diputados, las estrellas gruperas o sus hijos. Quizá por una razón: porque los informadores somos parte del proceso político.
Cuando se asesina a un periodista para silenciarlo (o para cobrarle viejas facturas o traiciones o complicidades oscuras, pues de todo ha habido), se pierde una vida humana. Punto. Tan triste su desaparición como la de cualquier otra persona.
La actividad profesional (y eso aun cuando se trate de reales actividades profesionales, no de disfraces con charola de prensa, como también ha habido) no debería determinar la importancia o el tamaño de la pérdida. Una vida es una vida. Lo demás, llega más tarde y es secundario, como esa imaginaria agresión al derecho a la información o el derecho a la verdad.
Los periodistas no somos la garantía social del derecho a nada. En el mejor de los casos somos profesionales de un mercado de información. La obtenemos y la vendemos. Nada más. Resulta demasiada jactancia suponer en cada uno de nosotros la encarnación, representación y vigencia del Derecho a la Información —así, con mayúsculas—. Ni somos diferentes ni merecemos privilegios. En todo caso, facilidades para lograr nuestro cometido, pero no derecho de picaporte para todas las alcobas y todos los despachos, oficinas o vestuarios de estadios deportivos.
Por eso, encabezados como éste no sólo no ayudan, sino enturbian la triste verdad: la violencia y la impunidad generalizadas en el país, cuya evidencia no es únicamente la muerte de los colegas. No. Veamos:
“La impunidad mata a la libertad de expresión: 47 periodistas asesinados, solo hay 3 condenas”, dijo un portal de cuyo nombre no quiero acordarme.
Si la libertad de expresión estuviera muerta, como dicen los políticamente correctos autores de semejante encabezado, no estarían ellos expresando libremente su deceso.
Recordemos —solo como un asunto notorio— la escandalera en torno del caso Stanley. Se le quiso presentar desde la televisora donde trabajaba como un ataque a la libertad y resultó algo sospechado por todos (al menos todos quienes lo conocíamos): el locutor estaba metido hasta la coronilla en asuntos de dinero sucio y lo mataron por deudas insolutas.
Después a los presos, por su asesinato, se les ayudó a salir de la prisión, merced a las maniobres de la Comisión de Derechos Humanos del DF con lo cual se garantizó la impunidad por su muerte.
Si ellos no fueron los asesinos y cómplices, ¿entonces quien cometió el crimen? Hasta ahora permanece en la oscuridad. A unos los liberaron y a otros (si los hubo) jamás los capturaron: El crimen perfecto, oculto tras los escritorios de la CDHDF.
Lo grave es la mortandad, la matazón, el baño de sangre, no la imaginaria muerte de la “libertad de expresión”, tras la cual tantas cosas se ocultan o disfrazan.
Pero los periodistas (algunos), como los defensores civiles de Derechos Humanos, pugnan por un tratamiento especial. Para ellos hay fiscalías, comisiones, colectivos y organizaciones de defensa. Y está bien. No han servido para mucho, pero está bien, al menos se cumple con la misión de “crear conciencia”.
Debería haber instancias, siquiera de representación, también para los médicos secuestrados y, en algunos casos, asesinados por los narcotraficantes, quienes los obligan a cuidar y atender a sus heridos de batalla, para los pobres migrantes enganchados para servir de “burros” o correos; para los menores fichados como fisgones y monitores (halconcitos) y luego ejecutados.
Y cuando esos médicos aparecen dentro de tambos de petróleo retacados en cilindros de cemento, nadie presenta el caso como una agresión contra el derecho a la salud. Se trata de crímenes repugnantes; asesinatos, como ocurren contra taxistas, mensajeros y hasta cómplices e integrantes de otras bandas.
A veces pareciera como si desde la altivez bien portada de las organizaciones de derechos humanos hubiera un ministerio de categorización, una jerarquía desde cuya gradación se tasaran las personas y su valor de manera diferente.
Y no, no vale más ni vale menos la vida de un periodista. Y el daño aludido (la cosa esa del Derecho a la Información) es una extrapolación francamente abusiva.
Sin embargo, no sólo por tratarse de un caso reciente, sino por sus componentes, vale la pena reproducir parcialmente la información publicada en torno del asesinato de Miroslava Breach, pues el asesino firmó de puño y letra su ejecución.
“Los hechos ocurrieron minutos antes de las siete de la mañana, cuando la comunicadora esperaba que su hijo saliera de su casa ubicada entre las calles José María Mata y Río Aros, colonia Las Granjas, para llevarlo a la escuela.
“Las primeras investigaciones señalan que el hombre estuvo apostado a unos metros de distancia de donde vivía Miroslava Breach, y mientras ella apuraba a su hijo para llegar a tiempo a la escuela, el homicida se colocó frente a la camioneta y realizó dos disparos, luego caminó hacia el lado del conductor y abrió fuego desde el otro costado, por último, disparó por la parte trasera del vehículo con un arma calibre 9 milímetros.
“En ese contexto, el atacante de la periodista, luego de disparar, dejó una cartulina en la que estaba escrito: ‘Por lengua larga. Siguen llegados al gobernador y el gober. El 80’…
“…La Red Libre Periodismo de Chihuahua exigió que se esclarezca el asesinato de Miroslava Breach
Velducea y los de otros 21 comunicadores ultimados en el estado desde el año 2000”.
Esto nos devuelve al origen de la idea. Veintiún periodistas han sido asesinados en 16 años. ¿Y los otros miles de personas no cuentan ni siquiera para la protesta?
Veamos estos datos de Observatorio Nacional Ciudadano:
“Acorde con los datos oficiales de procuradurías y fiscalías generales de las entidades reportados por el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP), 2016 se caracterizó por ser un año violento.
“Esto principalmente se debe a que el repunte del homicidio doloso que se inició en abril de 2015 se ha mantenido, marcando de la misma manera al primer mes de 2017, si se compara la tasa por cada 100 mil habitantes de víctimas de homicidio doloso de enero de 2017 (1.74) contra el promedio de la tasa nacional de 2016 (1.56), el aumento es de 11.46%.
“El comportamiento de este delito de alto impacto en el ámbito nacional, lamentablemente re ere que su incidencia y las víctimas directas e indirectas de este ilícito no han podido contenerse en diversas regiones del país.
“En este sentido, vale la pena señalar que en enero de 2017, 12 entidades federativas reportaron una tasa de homicidio doloso superior a la tasa nacional (1.74), las cuales fueron: Colima (11.63), Baja California Sur (6.79), Guerrero (4.57), Chihuahua (4.02), Baja California (3.88), Sinaloa (3.82), Zacatecas (3.75), Morelos (3.46), Michoacán (2.79), Sonora (2.12), Oaxaca (1.95) y Guanajuato (1.76).
“La situación en estas entidades federativas evidencia que el homicidio continúa creciendo y que este tipo de violencia cada vez se expande más en nuestro país”.
Ahí están los miles y miles de casos, los muertos por quienes nadie escribe un editorial ni denuncia la muerte de la libertad de expresión.
A nadie le importa, en términos generales, la muerte de la “libertad de vivir”.