OPINIÓN: El regreso de Videgaray, un error que puede tirar a un ‘Imperio’
(Expansión) — A Marco Aurelio, con toda su sabiduría, lo venció la sangre: sabiendo que su hijo Cómodo no tenía el temple para gobernar, se empecinó con heredarle el trono, a pesar de las advertencias de sus más cercanos asesores y con una gama no despreciable de posibles sustitutos. A la hora señalada, como habían augurado los oráculos, Cómodo, el frívolo, sembró una de las semillas que trajeron al Imperio romano a su fin; al menos concluyó con la dinastía Antonina, una de las épocas más prósperas –culturalmente hablando, más que nada– de la historia humana. Roma nunca se recuperaría de las consecuentes guerras civiles. La moraleja, si se permite en periodismo, es que –en su contraparte, la política– la sangre nunca debe nublar la razón.
Videgaray no es Cómodo, Peña Nieto desde luego no es Marco Aurelio, y lo que nos ocupa aquí no es una sucesión, pero la afinidad entre ambos es, para tiempos modernos, similar. Videgaray no es Cómodo porque se puede aducir –si uno interpreta los números de cierta forma– que es un hombre capaz, al menos en lo que hemos convenido en llamar tecnocracia, que no visión de Estado. Sin embargo, sí lo es, en esta analogía, en tanto que es responsable de una de las peores pifias diplomáticas en la historia mexicana, habiendo invitado al enemigo a darnos una cachetada desde nuestra casa (por decir lo menos), y regalándole una investidura que carecía. ¿La condecoración? El puesto donde, de facto y de antemano, erró. El antecedente no inquietó a su benefactor, validó su convicción.
Cómodo presumía saberlo todo, y he aquí otra diferencia: el nuevo peón tiene la cristiana humildad –sobrada en tiempos romanos– de venir a aprender unos meses. Pero otro aforismo nos dice que echando a perder se aprende y…¿cómo se aprende?…bueno, pues echando a perder. Pero si concedemos la aptitud tecnocrática de Videgeray, también tendríamos que suponer que no hay, en todo el cuerpo diplomático mexicano –tan talentoso y estudiado como sin duda lo es– un mejor hombre. No obstante, sabemos que ni Videgaray tiene las credenciales diplomáticas que otros, ni otros diplomáticos las credenciales personales que, frente al presidente, tiene Videgeray. Y es ahí donde el simbolismo, tan importante en política como el talento, ha enervado a los mexicanos.
Todo tiene humo de contubernio a la antigua. Tanto más cuanto que Videgaray, aun con todas las (posibles) virtudes, tiene sobrada cola que le pisen. No es un hombre con imagen impoluta, quiero decir, ha estado rodeado de escándalos de corrupción, de manejos subrepticios y, ahora con el alza en los combustibles, de mensajes cruzados. Es algo que nuestra opinión pública, tan indulgente y amnésica, podría perdonar si se demostrara que el hombre es, en efecto, el mejor y único… pero no lo es, y entonces prevalece la ecuación latina –tan apropiada por los mexicanos– de que al mérito lo mata el compadre. O peor, de que al mérito lo mata el error.
Aparte, mucho hay que cuidar –y es uno de los argumentos oficiales para haberlo nombrado– su amistad con el yerno del enemigo. ¿No quedamos que la afinidad no debe nublar la razón? Hemos de ser ingenuos para pensar que el enemigo va a recular para no lastimar el afecto, como si no lo conociéramos. En todo caso, de regreso al simbolismo, sabemos que a la mente conspiracionista –tan abundante en estos lares–, le sabe muy mal, y el ánimo popular, no precisamente estable en estos momentos, lo confirma.
Es ahí, en el ánimo, donde reside la gran diferencia entre Marco Aurelio y Peña Nieto (para efectos del nombramiento de Cómodo-Videgaray). El primero tomó su decisión, tan infortunada como sin duda la fue, con una gran popularidad; el segundo sin amortiguadores.
No pido darle gusto a la tribuna, pero a veces, como dijo Marco Aurelio inadvertidamente (hablando del rey de Roma), “lo que no es útil para la colmena, no es útil para la abeja.” Cualquier tropiezo del canciller se leerá como descalabro nacional.