La mujer que se gana la vida matando narcotraficantes
Cuando conoces por primera vez a alguien que ha matado a seis personas, no esperas encontrarte con una muchacha diminuta y nerviosa que carga un bebé.
«Mi primer asesinatofue hace dos años. Estaba muy asustada y nerviosaporque era mi primera vez», confiesa.
Y ahora «María» (no es su verdadero nombre) lleva a cabo asesinatos por encargo, en el marco de la guerra que el gobierno filipino está librando contra las drogas.
La joven forma parte de un equipo que incluye a tres mujeres, muy valoradas porque pueden acercarse a las víctimas sin levantar las sospechas que levantaría un hombre.
Y desde que Rodrigo Duterte fue elegido presidente (en junio de este año) y urgió a los ciudadanos y a la policía a matar narcotraficantes, María ha asesinado a cinco personas más, disparando todas sus víctimas en la cabeza.
Le pregunto quién le dio la orden para acabar con la vida de esas personas.
«Nuestro jefe, el oficial de policía», me responde.
En la misma tarde en que nos encontramos, a ella y su marido les dijeron que la dirección de su casa había sido expuesta, así que tienen que mudarse cuanto antes.
La controversial guerra del Estado contra las drogas le está aportando más trabajo, pero también más riesgos.
Y me cuenta cómo comenzó: cuando un policía le encargó a su esposo que matara a un deudor, quien era también un traficante de drogas.
«A mi esposo le ordenaron matar a gente que no pagaba sus deudas», explica.
Y eso se convirtió en un encargo regular para su marido, hasta que emergió una situación más compleja.
«Una vez, necesitaron a una mujer y mi esposo me escogió para hacer el trabajo. Cuando vi al hombre a quien tenía que matar, me acerqué a él y le disparé«, cuenta.
María y su marido provienen de un barrio pobre de Manila y no tenían ingresos fijos. Pero eso cambió cuando aceptaron convertirse en asesinos a sueldo.
Ahora ganan hasta 20.000 pesos filipinos (US$430) por encargo -una fortuna en Filipinas- y lo dividen entre tres o cuatro de los sicarios.
Pero María quiere salir de esa situación. Y no sabe cómo.
Vidas «sin importancia»
Los asesinatos por encargo no son nuevos en Filipinas, pero los escuadrones de la muerte nunca habían tenido tanto trabajo como ahora.
Y es que el mensaje del presidente Duterte ha sido inequívoco.
Antes de su elección, prometió acabar con la vida de 100.000 criminales en sus seis primeros meses en el cargo.
Y lanzó una advertencia a los narcotraficantes: «No destruyan mi país porque les mataré».
El pasado fin de semana se reiteró, al tiempo que defendía los asesinatos extrajudiciales de criminales sospechosos.
«¿Importan realmente las vidas de esos 10 criminales? Si voy a enfrentar todo esto… ¿significan algo 100 vidas de estos idiotas?», declaró Duterte.
Lo que desató su despiadada campaña fue la proliferación de metanfetaminas o«shabú», tal y como se conoce a esta droga en Filipinas.
Barata, fácil de fabricar y muy adictiva, ofrece un colocón instantáneo, una vía de escape a la suciedad y a la monotonía de la vida en los barrios pobres y una forma de sobrellevar trabajos agotadores.
¿Qué es el «shabú»?
- A menudo lo llaman «hielo» o «metanfetamina» en Occidente. En Filipinas y otras partes de Asia, «shabú» es el término usado para hablar de una forma pura y potente de anfetamina.
- Cada gramo cuesta unos 1.000 pesos filipinos (US$22).
- Puede fumarse, inyectarse, inhalarse o disolverse en agua.
- En Filipinas es la base de laboratorios industriales, que producen toneladas de esta droga, la cual es distribuida por todo Asia.
Duterte dice que es una pandemia que afecta a millones de sus ciudadanos.
También es un negocio muy rentable.
El presidente filipino dijo que hay 150 altos funcionarios, oficiales y jueces vinculados con este comercio. Cinco policías generales, aseguró, son los capos del negocio.
Los más pobres
El blanco de los escuadrones de la muerte, sin embargo, son quienes están en los estratos más bajos.
Según la policía, más de 1.900 personas han sido asesinadas en incidentes relacionados con las drogas desde que Duterte asumió la presidencia del país el pasado 30 de junio.
De todos ellos, dicen, 756 murieron a manos de la policía en operaciones de arresto.
Casi todos esos cuerpos ensangrentados son descubiertos cada noche en los barrios pobres de Manila y otras ciudades.
A menudo, se encuentran al costado de los muertos señales de cartón advirtiendo a otros que no se involucren con las drogas.
Es una guerra que se libra casi exclusivamente en las zonas más pobres del país. Y personas como María son utilizadas para ejecutarla.
Pero también es una guerra popular.
En Tondo, la zona de chabolas cerca del puerto de Manila, la mayoría de los residentes aplauden la dura campaña del presidente.
Culpan al «shabú» por el aumento de la criminalidad y por destruir vidas, aunque a algunos les preocupa que la campaña se les esté yendo de las manos y que estén atrapando a víctimas inocentes.
Miedo y culpa
Una de las personas a quienes buscan los escuadrones de la muerte es Roger (nombre ficticio).
Se volvió adicto al «shabú» en su juventud, relata, mientras trabajaba como jornalero temporal.
Como muchos otros adictos, comenzó a traficar para mantener su hábito, pues era un trabajo más acomodado que el de jornalero.
Trabajó con muchos policías corruptos, a veces tomando parte de la droga que confiscaban en redadas para vender.
«Cada día, cada hora, no logro sacar el miedo de mi pecho. Es agotador y aterrador tener que estar escondiéndose todo el tiempo».
«Nunca sabes si quien está frente a ti es un informante, o si te encuentras frente a tu propio asesino», declara.
«Es difícil dormir por la noches. Me despierto con cada pequeño ruido. Y lo más duro de todo es que no sé en quién confiar. No sé en qué dirección ir cada día, en busca de un lugar para esconderme», cuenta.
«Creo verdaderamente que he cometido pecados. A más no poder. Hice cosas horribles. He perjudicado a mucha gente porque se volvieron adictos, porque soy uno de los muchos que les venden droga», se lamenta.
«Pero puedo decir que no todos los que consumen drogas son capaces de cometer crímenes como robar y matar», dice
«Yo también soy un adicto, pero no mato. Soy un adicto, pero no robo», promete.
Envió a sus hijos para que vivieran con la familia de su esposa, en el campo, y evitar así exponerlos a la epidemia de drogas.
Calcula que entre el 30 y el 35 por ciento de los vecinos de su barrio son adictos.
Entonces, cuando el presidente Duterte afirmó en varias ocasiones durante su campaña presidencial que mataría a los narcotraficantes y que arrojaría sus cuerpos en la bahía de Manila, ¿no tomó Roger en serio esas amenazas?
«Sí, pero pensé que perseguiría a los grandes sindicatos que fabrican las drogas, no a los pequeños traficantes como yo», responde.
«Me gustaría poder volver atrás en el tiempo. Pero es demasiado tarde. No puedo entregarme porque, si lo hago, la policía probablemente me matará».
María también se arrepiente de la elección que tomó.
«Me siento culpable y angustiada. No quiero que las familias de quienes he asesinado vengan a por mí«.
También le preocupa lo que pensarán sus hijos.
«No quiero que nos recriminen que ellos pudieron vivir porque nosotros matamos por dinero». Sus hijos mayores ya comienzan a hacer preguntas sobre cómo ella y su marido ganan tanto dinero.
Un asesinato más, un contrato más y quisiera que fuera el último. Pero su jefe ha amenazado con matar a quien deje el equipo.
María se siente atrapada. Le pide perdón al cura cuando se confiesa en la iglesia. Pero no se atreve a contarle lo que hace.
¿Siente María que la campaña del presidente Duterte para acabar con el narcotráfico está justificada?
«Sólo hablamos sobre la misión, sobre cómo desarrollarla. Y cuando termina, nunca volvemos a hablar sobre ello».
Pero retuerce sus manos mientras lo dice y cierra fuerte los ojos, perseguida por pensamientos que no quiere compartir.