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Real Madrid entierra parte de la capital

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Volver, el futbol se trata de volver. Pasan los nombres y los años, pasan los rivales y pasa el tiempo. Pero el tiempo, que vive de minutos, siempre encuentra alguno para disecar. La décima Champions League del Real Madrid existirá toda la vida, porque arrebató un minuto a la noche y de minutos se construye la historia. Cuando Sergio Ramos levantó la cabeza sobre el monumental cuerpo del Atlético, heroico, exhausto, jamás rendido; detuvo el tiempo. Rescató un minuto. De ese momento nos acordaremos todos, pero el Atlético volverá, seguro que el Atlético volverá.

Porque antes que el tiempo hiciera andrajos el tiempo del Atlético, hubo sobre el campo un equipo mariscal. El Atlético evitó el decorado. Una Final de Champions contra las nueve Copas de Real Madrid transmitida al mundo entero, amedrenta. Pero en cinco minutos se asentó en el campo. Acompañado por el porteño gesto de Simeone, calma, calma, estaba convirtiendo un partido cósmico en un Derby. Noventa minutos para andar por casa. Sacar al Madrid del universo y llevarlo al barrio era el trato. Ni siquiera el abandono de Diego Costa —al 9′, sustituido por Adrián —, le alteró los nervios. El Atlético de Madrid había superado con entereza los primeros 30 minutos de sus últimos 40 años. Ni el pasado ni el presente parecían pesarle. Tampoco la fisura que encontró Bale, al 31′, alcanzó a estresarle.

En cambio el Real Madrid, ansioso desde los prolegómenos, no podía sacarse de encima una enorme carga histórica. La obstinada décima estaba pesando más que nueve. Atenazado por la inmortalidad, de repente, el Madrid sin saber cómo ni cuándo, despertó dentro del área. Fue una jugada callejera al minuto 35′ (Godín 1-0), la que terminó llevando el juego a los distritos del Atlético. Con un cabezazo doloroso y un simulacro de Casillas, el balón cruzó despacio, casi llorando, la meta del Real Madrid. Con gol de un fibroso uruguayo y la naturaleza de un minero asturiano, Villa, como no podía ser de otra manera, la Final se estaba desgarrando.

Sin el glamour ni los lujos de la Champions, el Atlético estaba envolviendo la copa en papel periódico. Simeone, que saltó al banco midiendo cada centímetro del estadio, ahora dominaba el marcador, el tiempo y el juego entero. Era un sábado cualquiera, de los que tanto disfruta el Atlético que acudió a la cita sin falsas pretensiones, era el equipo de cada semana, el rudo campeón de Liga. Ancelotti tardó 58 minutos en descifrar al vecino. El italiano confundió el rival con la fecha. Cuando cambió a Coentrao por Marcelo y sobre todo a Khedira por Isco; Simeone llevaba media Final de ventaja.

Aturdido por las circunstancias, el Madrid asumió con fiereza los minutos que había regalado. Con Isco en medio campo reconstruyó el terreno que Khedira había destruido. A partir de ese momento el partido perdía sesenta metros, Lisboa se reducía al área rojiblanca, todo lo que quedaba iba jugarse en comarca india. Habían llegado los vikingos. Agotado por la embestida de un cuadro con sementales y un Di María poético toda la noche, el Atlético alargó el partido hasta el minuto maldito, casi el mismo donde hace 40 años empezó este partido.

El Real Madrid se arrojó al vacío, y cuando su futbol entra en trance épico, don Santiago Bernabéu manda llamar a Sergio Ramos (1-1, al 94′), y así fue. Con el reloj sobre el cuello y la historia a lomo, Ramos remató el pelotazo de Modric con los pelos de punta. Gol de casta, gol de central. Gol desde las entrañas de un club con linaje de luchador y facha de caballero. Ramos sacaba desde las bodegas de Real Madrid un gol para las vitrinas.

Desconsolado, el Atlético miró la prórroga como un campo baldío rumbo a los penaltis. Apenas le quedaban fuerzas para remontar tanta historia, tanto dolor y tanto destino. El tiempo extra fue eso, un tiempo de oxígeno para un club acalambrado por una campaña sobrenatural. Once pasos, era todo lo que el partisano Atlético de Simeone buscaba. No había forma de andar más, once pasos, once pasos más. Pero nunca llegaron los penales. El Madrid más entero y con la dosis de crueldad que se necesita para ganar diez Copas de Europa, arremetió contra su propia ciudad y enterró a un equipo que lleva el mismo apellido.

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