Gabo y la magia perenne de Macondo
ESCENARIO POLÍTICO
Por Marco Antonio Torres De León
Cuando Gabriel García Márquez escribía en su obra Vivir para contarlo acerca de los vientos alisios que acariciaban en forma de brisa a sus parientes de Aracataca, sabía bien a qué se refería.
Los vientos alisios son suaves, estelas invisibles que en forma de caricia pegan al rostro, y que comúnmente provienen del mar extendiéndose por tierra a través de las costas y valles.
En El Mante los vientos alisios suelen pegar más allá de las 6 de la tarde, cuando cae la tarde, y en forma de suave brisa. Son inocuos y exquisitos como comer un agridulce tamarindo y generalmente, son bienvenidos.
Algunos los llaman brisa, otros más técnicos los llaman vientos alisios, llamados así precisamente, según su etimología, porque son ‘lisos, suaves, tersos’.
Los vientos alisios son rutas naturales trazadas, como también lo son las corrientes marítimas; y generalmente vuelan invisibles desde el mar hacia tierra adentro.
En esencia esto fue lo que Gabo vivió, cuando su edad rayaba en los 21 años.
Y cuando hizo la biografía de su vida, a través de su obra Vivir para Contarlo, lo plasmaría indefectiblemente, hasta con lujo de detalle.
En esa su obra, Gabo, apócope de Gabriel, alude a los vientos alisios que pegaban en su rostro mientras viajaba en un ‘Ferry’ (remedo de barco de Nueva Orleans) por el río Magdalena en compañía de su madre Luisa Santiaga, entonces mujer de 45 años de edad, quien había ido por él hasta Barranquilla, pidiéndole la acompañara a ‘vender la casa’ de Aracataca, y que había sido de sus abuelos.
Para entonces la casa de sus abuelos estaba en posesión de extraños. Su madre acudió hasta Barranquilla para buscarlo y pedirle por favor fuera con ella, y enfrentar la difícil situación, quitársela a los posesionarios ilegales, remedo de zopilotes.
Según su relato, cuando su madre Luisa Santiaga lo miró por primera o segunda vez tras salir de Barranquilla rumbo a Aracataca a través del río Magdalena, y sobre el ‘Ferry’ lo miró de arriba abajo y le dijo:
‘Yo pensé que eras un limosnero. Mira nada más cómo vistes, con sandalias gastadas. Y sin medias’.
A lo que él, rebelde (como su propia madre) le contestó: ‘Es más cómodo. Traer dos camisas y dos calzoncillos: uno puesto y otro secándose. ¿Qué más se necesita?
Un poquito de dignidad, -le respondió su madre-.
Genialidades literarias como la aquí descrita, plasmadas de sencillez y lenguaje llano, han hecho, sin lugar a dudas, del colombiano Gabriel García Márquez quizá el mejor y más grande de los escritores del siglo XXI en toda Latinoamérica.
Aún por encima quizá de sus maestros que sobre él ejercieron notable influencia, Franz Kafka y el mexicano Juan Rulfo, sin contar al nicaragüense Rubén Darío.
Se polemiza en efecto sobre quien fue más grande en el género del realismo mágico, si el mexicano Juan Rulfo o el propio Gabo. Nosotros aducimos que ambos lo fueron.
Y diríamos –además de esto- que Juan Rulfo fue grandioso al escribir Pedro Páramo y El Llano en Llamas, pero también sabemos que el colombiano francamente lo superó, al retratar con su mirada de cóndor la escena cotidiana vivida desde su niñez en Aracataca (su pueblo natal) allá por el año 1930, apenas 3 años después de que él nació.
Aracataca es un pueblo que cuenta hoy con 35 mil habitantes, localizado a menos de 70 kilómetros de la costa del mar caribe; mirando exactamente al norte, sin desviarnos ni un grado a izquierda o a derecha, se localiza la turística ciudad llamada Santa Martha, capital del departamento de Magdalena.
Aracataca, pueblo al cual Gabriel García Márquez alude en su obra Cien años de Soledad, se cree que en realidad fue Macondo, el mágico y misterioso pueblo donde vivió la mítica mujer Ursula Iguarán (en realidad su abuela o bisabuela) y su consorte, José Arcadio Buendía, quien lavó su honra matando a un cristiano que osó llamarlo impotente.
En mala hora lo hizo. Pues nunca como aquél día, José Arcadio Buendía estuvo más dispuesto a mandar un huésped al panteón.
Luego que ganó una pelea de gallos, y que el perdedor (Prudencio Aguilar) enojado lo llamara impotente por no saber darle hijos a su Ursula su mujer, José Arcadio Buendía lo retó a muerte; y una vez estando frente a frente, le atravesó una lanza por el cogote, directo al pescuezo, dejándolo muerto, cien por ciento muerto.
Empero hubo una razón por la que José Arcadio Buendía no tenía hijos con Ursula. Y fue que ella nunca había intimado sexualmente con él, su esposo, su consorte, pues ambos eran primos, cada uno hijo de dos hermanos.
Y ella tenía el temor que sus hijos nacieran cochinitos o iguanas. Pues odiosas fábulas se escribían entonces sobre parejas de casados, familiares entre sí, y que habían procreado hijos.
Se decía que nacían con cola de cerdo, como en efecto ocurrió con un primo de ellos, hijo de tíos respectivos, primos hermanos entre sí. Aquél nació con cola de marrano y murió dolorosamente el día que un carnicero osó cortársela de tajo.
Fue por eso la madre de Ursula Iguarán, siempre metiche, solía decirle a su hija: ‘No intimes nunca con él. No sea que tus hijos nazcan malitos’.
La aconsejó mandarse hacer cinturones de castidad, y así evitar que su corpulento marido la violara.
La genialidad de Gabriel García Márquez fue inacabable, en sus 70 años de escritor.
Fue una especie de señor de las letras, un literato a quien desde siempre se le cocinó aparte.
Parafraseando al mundillo del narco, pero en el mundo de la literatura, Gabo fue señor entre señores. Nos atrevemos a llamarlo así pues en el submundo de la delincuencia es muy normal que suelan poner nombre rimbombante o fastuoso a esos hombres que alcanzan elevados niveles de popularidad.
Tanto así que rayan en lo legendario.
Por ejemplo términos como El señor de los cielos, el rey de Medellín, Jefe de Jefes o El Patrón.
Dicen que al escritor colombiano solo lo venció la edad, pues fue un hombre de gran memoria hasta los 68 años, cuando empezó a mermar sus capacidades cerebrales.
Desde entonces su memoria le comenzaría a fallar.
Uno de sus últimos libros escritos en su vida productiva fue Vivir para Contarlo, de estilo puramente biográfico, redactado en primera persona.
Aunque Gabriel García Márquez siempre solía ingeniárselas a la hora de adornar sus crónicas, biografía, reportajes, cuentos y fábulas, de modo tal que el lector se quedaba –sin querer- atrapado dentro de escenas cuyos linderos entre lo real y lo irreal, era difícil de separar.
Se dice que Gabriel García Márquez pudo haber padecido demencia senil, y que por esa misma razón, su familia prefería que permaneciera en casa, sin hacer vida social.
Uno de sus hermanos menores, por su parte, admitió en entrevista hace poco que la familia García Márquez era proclive a padecer demencia senil.
Después variarían la definición, llamándola semánticamente ‘la desmemoria (de Gabo) son achaques normales de todo anciano, es algo propio de todo hombre que ha alcanzado la vejez, y que por lo mismo, se ha vuelto anciano y olvidadizo’.
Impredecible destino pues, tendrán, por lo que vemos, las cenizas de Gabriel García Márquez.
Se cree que serán repartidas, mitad en México y mitad en Colombia.
El pueblo de Aracataca por su parte, pueblo sempiternamente bananero donde siembran además palma africana, arroz y yuca, amén de frutos y plantas endémicas que hacen de esta región una región rica en producción agrícola y ganadera, reclama para sí un derecho que cree legítimo, tener las cenizas del héroe local.
Aracataca de por sí, es un pueblo costero que desde que Gabo lo hizo famoso, vive de la fama creada en el exterior del país. Los nativos lo llaman simplemente Cataca.
Y se llama así por el río Cataca, cuya desembocadura va a dar al río más extenso y grande de todo Colombia, el Magdalena, mismo que atraviesa el departamento del mismo nombre para dar finalmente al mar caribe, pasando junto al lado de Barranquilla.
En cuanto al gentilicio, los nativos se llaman a sí mismos Cataqueños y no aracataqueños, como sería lo más correcto y decente, o apegado a la verdad llamarse.
Acortaron la expresión. Pese a que más mágico, sonoro y febril se oye decir Aracataca, y no Cataca.
Año con año llegan a Aracataca miles de turistas provenientes del último rincón del planeta, a conocer al místico y mítico Macondo; quizá desde su imaginación esperan ver el tren llegar y el tren partir.
Y dentro de sí mismos quizá imaginan se trata del tren de la United Fruit Company, aquélla compañía extranjera asesina que mató a más de mil jornaleros colombianos, y que contradictoriamente daría auge a la fiebre bananera desde la época de Ursula Iguarán y de su consorte (marido) José Arcadio Buendía, primos para mejor seña.
Lo cierto es que adentro de Aracataca lo único que ve son hombres y mujeres comunes y corrientes, vestidas ellas en shorts coquetos y blusas sin mangas; ellos por su parte, en camisa delgada (por los calores infernales) y en pantalones en mezclilla o playera.
Los cataqueños van y vienen mientras contemplan extrañados al turismo extranjero llegar.
Diariamente llegan al pueblo caravanas completas de viajeros, y que alimentan poderosamente la economía local, y cuya producción de fruta vendida en carretones, piña en rebanadas, sandía con sal, melón, chontaduro, arepas de maíz, arepas de chocolo expendido en las banquetas, va en constante aumento.
Eso es en realidad, el Aracataca de hoy. Es una pequeña ciudad, repetimos, cabecera municipal, nada fuera de lo común. Es un pueblo simple, sencillo, sin dobleces, tal y como lo pintó Gabriel García Márquez en Cien años de soledad, y en El coronel no tiene quien le escriba, obras plasmadas de realismo mágico.
Eso sí, justo a la entrada poniente de Aracataca se lee –desde lejos- un letrero en su parte superior, y que en letra pequeña, dice: ‘Bienvenidos al mundo mágico de Macondo’.
Enseguida una leyenda con letra grande: ‘Aracataca-Macondo’.
Y en letras minúsculas, una última definición: ‘Tierra Nobel’, aludiendo al premio nobel de literatura que el hijo pródigo del pueblo recibió.
El enorme letrero que invade el ancho completo de la carretera está pintado en los tres colores de la bandera colombiana, azul, rojo y el predominante amarillo.
Creemos que es altamente honorable el hecho de que Gabriel García Márquez haya radicado en México por casi 50 años.
Pues contra lo que se cree, y contra lo que cualquier colombiano común piensa, Gabo no volvió a Colombia porque fuera olvidadizo ni porque no amara su país.
Hubo razones de fondo, entre otras una razón grave: Si Gabriel García Márquez se quedaba en Bogotá, tanto su vida como su libertad, corrían peligro.
Sufrió de persecución ideológica desde sus inicios como escritor, y una vez creada su buena fama en el extranjero, tanto el gobierno colombiano como el estadounidense lo empezaron a tachar de subversivo e izquierdista. Lo llamaban ‘amigo de Fidel Castro’.
Salió huyendo del espíritu persecutor del entonces presidente de Colombia Julio César Turbay, extrañamente un liberal como lo había sido su abuelo hacía casi 90 años, y de quien recibiría notable influencia.
Fue en México donde Gabo escribiría Cien Años de Soledad. Para escribir su máxima obra cuenta que se inspiró en un viaje hecho por él desde el DF a Cuernavaca, Morelos, en compañía de un íntimo amigo suyo.
Afirmaría que desde que salió a carretera comenzó a visualizar en su mente cada hoja y cada letra del libro, con una claridad impactante y pasmosa. La inspiración le había llegado al fín.
Tarde se le hacía para llegar a su casa, entonces en la calle La Palma 19 de la colonia San Angel.
Bien, por ahora es todo, nos leeremos en breve.
Aunque no nos iremos sin antes decir que el alcalde del Mante, PABLO GONZÁLEZ LEÓN está complacido por el éxito promocional del Mante en el renglón turístico; visitaron al municipio los días santos, casi 30 mil viajeros o paseantes, que gozaron de la calidez de sus aguas, ríos y canales y de su gente, sin menoscabo ni peligros.
Fue una semana santa limpia, sin mácula. Pero que dejó beneficios económicos a la región.
Se rompió con el paradigma de la violencia soterrada, que creían inicialmente los apanicados se trasladaría de otras regiones aquí. Falso totalmente. Fueron días de relax, de solaz esparcimiento.
El Mante, llamado poéticamente La última Frontera del sur tamaulipeco y El último vestigio de bosque y oxígeno puro en el norte de México, confirma su vocación de ciudad provinciana y paradisiaca.
De tal modo que los termómetros en Mante están perfectamente sincronizados con el estado anímico de los visitantes; cuando quieren que haga frío, hace frío. Y cuando piden calor, hace calor.
Ciudad templada, de unos 120 mil habitantes en su mancha urbana y alrededores, El Mante tiene todos los bienes y servicios que todo gran pueblo provinciano puede ofrecer, hoteles a precio accesible, restaurantes y magníficos servicios de transporte en general.
Aparte de esto, el ayuntamiento impulsa la salud, a través de los médicos de La Carlota, que están ayudando a personas cuya salud está mermada.
Bien por el alcalde, bien por el DIF Mante, administrado humanitariamente por la esposa del presidente municipal, Verónica Téllez de González.
Ahora sí, por ahora es todo, hasta pronto.