Columnas

Prudencia en la Economía

AGUSTÍN JIMÉNEZ

¡Hora y media!, me dijo en tono molesta cuando me acerqué, mientras su dedo índice de la mano derecha bailoteaba frente a mi rostro en señal de evidenciar el fastidio que, por su semblante, ya era innecesario recalcar. Con cuatro o cinco paquetes de juguetes, Doña Cristina, hacía esfuerzos sobrehumanos para que le cupieran en sus brazos. Jamás imaginaría que saldría del almacén con la mitad de su cargamento y con el ánimo por los suelos.

Eran aproximadamente las seis de la tarde de ayer, jueves, cuando mis pasos me llevaron, al igual que a muchos otros padres de familia, al centro de la ciudad, para recoger los obsequios que con antelación había apartado como regalo de navidad para mis hijas. Sonriente por la sorpresa que ocasionaría en mi hogar, crucé el marco de la puerta automática, pensando en que no invertiría más de media hora de mi tiempo en hacer toda la transacción.

Cuando entré a la tienda, la sonrisa se desdibujó de mi rostro, dejando en su lugar a una mueca que hacía juego con los ceños fruncidos de las personas que ya tenían bastante tiempo allí. El malestar inundaba el ambiente y la incomodidad y el sopor ocasionado por los cuerpos apretados no ayudaba en mucho a sobrellevar la situación. Los dulces villancicos navideños que resuenan en esta temporada, se asemejaban a un estribillo mal hecho que irritaba hasta al más paciente de los hombres con su incesante sonsonete.

“¿Viene usted a sacar apartados o a piso para comprar juguetes?”, me preguntó una chica quien, por su uniforme, se presentaba como empleada del establecimiento. “A sacar apartados”, le contesté. “Por allá está la fila”, me señaló sonriente. Así que me dirigí a donde me había dicho y resulta que esa hilera humana se prolongaba por cerca de sesenta personas que rodeaban el piso central del almacén.PUBLICIDAD

Allí fue donde la saludé por primera vez. Vestida con una sudadera verde y un pantalón de mezclilla, la mujer de pelo corto y teñido de color negro hacía tiempo jugando en su celular. De repente volteó hacía mí y me dijo a manera de pregunta y reclamó “¡Cómo se tardan!, ¿Verdad?”. Esa sencilla frase y la falta de batería en su teléfono inteligente fueron los factores para iniciar la conversación.

En minutos “Doña Cris” como me permitió llamarle, me había comentado que su esposo era trabajador de la ruta “Águila Echeverría” y ella limpiaba casas para poder sacar adelante a una niña que ya cursaba el segundo de secundaria en el plantel número cuatro de la ciudad y a un varoncito que estaba matriculado en tercero de una primaria. Ambas escuelas en la colonia “Lomas de Infonavit”, donde tenía su residencia.

Mientras avanzábamos, poco a poco, la mujer me reseñó todos los esfuerzos y los ahorros que tienen que realizar entre ella y su marido cada año, para poder “solventar los gastos” que representa vivir estas fiestas navideñas de manera “decorosa”.

Cristina inicia el día con su esposo a las cinco de la mañana y mientras ella hace los lonches, el hombre se aventura a dar “la primera vuelta” para llevar a clientes que ya lo conocen, al centro de la ciudad. Regresa con poco pasaje, pero listo para desayunar y llevar a sus “chamacos” a la escuela. Una vez que se van a su jornada, ella parte para el domicilio de la familia con la que le toca trabajar en ese día. “Tengo toda la semana ocupada con diferentes clientas”, me recalcó con sumo orgullo pues sabe que hace bien su chamba.

Cuando menos lo esperábamos ya estábamos frente al mostrador y sacaban nuestros sendos paquetes. La mujer se apuró a extraer de sus ropas un monedero de rayas negras y blancas y antes de que pudiera mostrar el dinero para pagar, la empleada se lo impidió: “Aquí no cobramos, para eso tiene que ocupar un lugar en la fila de cajas”. Cristina montó en cólera y su piel, de repente, tomó la tonalidad verdosa de la sudadera que llevaba puesta.

“¿Otra fila?”, fueron las únicas dos palabras publicables que la dama exclamó de una serie de vocablos de maternales y folclóricas referencias que adornaron tal cuestionamiento. Volteó a verme, frunció el ceño, resopló como puntualizando su coraje y con un seco giro de cabeza me incitó a que la siguiera. No iba a exponer mi integridad física con una negativa a tan amable invitación, así que repliqué la marcha con el mayor sigilo posible.

Fue allí cuando me dijo “Hora y media”, mientras ponía a danzar su dedo índice ante mis ojos. Afortunado fue que la hilera avanzó sumamente rápido pues la veintena de cajas para pagar estaba trabajando afanosamente.

Llegamos por fin a pagar y ocurrió la tragedia: La dama había calculado mal el adeudo para liquidar; confió en su mala memoria y esta le jugó una mala pasada. Con documento en mano, la cajera le demostraba que para poder llevarse los regalos de sus hijos le faltaban cerca de ochocientos pesos que, tristemente, Cristina no llevaba en su monedero. Las cuentas eran claras y no había mucho que discutir. Ella era la del error.

De la ira, pasó a la frustración y de la frustración a la tristeza y, por la forma en que bajó la mirada, suspiró y golpeó con un puño la banda transportadora, puedo asegurar que vivió en su ser la impotencia y el abandono. No era la hora y media de tiempo invertida, ni siquiera los ochocientos pesos que no llevaba consigo. Era algo más. Era enfrentarse a la realidad de golpe y el resignarse a que las condiciones no habían sido como ella lo esperaba.

En ese momento me pidieron que yo me pasara a otra línea de pago ubicada más adelante y, cuando volteé a buscar a doña Cristina, ya no la vi en el lugar en el que la había dejado. Rápidamente miré para la puerta de salida del almacén y alcancé a verla andar con un paso más lento y pesado, en sus brazos ya no llevaba los cinco paquetes, por el contrario, solo había sacado los dos más chicos, me supongo que un obsequio para cada uno de sus “chamacos”, como ella decía. Ante ella se abrió la puerta automática de la tienda, con un suspiro cruzó por el marco que horas antes me había recibido y se perdió entre la muchedumbre que parecía correr tras los regalos navideños.

Me apenó el caso y, a la vez, me hizo pensar que la situación cada vez está más difícil. Debemos ser prudentes con la economía en este fin de año. Los reveses que nos da la vida pueden ser sumamente crueles e impíos, así que evitemos gastos innecesarios, gentil amigo lector y disfrutemos el amor con actitudes, gestos y valores, no necesariamente con objetos que, a la postre, no podremos pagar.

Y hasta aquí, pues como decía un periodista: “El tiempo apremia y el espacio se agota”.

Fuente: El sol de Tampico

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