Opinión con sentidoPolítica

Los 650 abajo-firmantes y la Libertad de Expresión

José Ángel Solorio Martínez

Fue escalofriante la llamada. Y más, porque el escenario social que vivimos en Tamaulipas durante los sexenios de Eugenio Hernández Flores y Egidio Torre Cantú, fue de violencia extrema, ante el choque entre los diferentes grupos criminales de la región, por la región. Nuestras vidas, en mucho, eran miedo, intranquilidad, incertidumbre, zozobra, paranoia, ansiedad, que todo mezclado, producía el más asfixiante y opresivo de los terrores. -¿Tú eres Solorio? Se reflejó el número telefónico del cual llamaban: 899. Pronunció algunas palabras intimidantes y amenazantes, porque “había tocado” en mis escritos a alguna funcionaria del Ayuntamiento que presidía el Niño del Tepeyac. Tres días anduve con el Jesús en la boca. Finalmente, un personaje de mayor jerarquía –un servidor jugaba providencialmente, en el equipo de softbol que él patrocinaba– de quien me había llamado, intermedió y el asunto no llegó a mayores. –o– La confesión de mi ocasional compañero de café, me dejó estupefacto. Dijo en una fresca tarde de invierno en el Restaurant La Sauteña, de Río Bravo: “El Presidente municipal, nos pidió que te diéramos un susto. (Inferí, que se trataba de un levantón). Nomás que en esos días, no andaba muy bien con nosotros. No le hicimos caso”. El bisquete que masticaba, se transformó en aserrín. Sentí hervir los jugos gástricos. Y más, cuando mi interlocutor, dio el nombre del político: era –es– parte de una de las estirpes riobravenses mas insignes que gobernaron la ciudad. Nunca me supo tan amargo, el amargo café. –o– Mi Jetta gris, alcanzó los 100 kilómetros por hora, sobre la avenida Rigo Tovar en Matamoros. Una camioneta negra, con cuatro hombres en su caja, se me emparejó; el chofer, con señas, me indicó que me orillara. Por el espejo retrovisor, vi otro vehículo atrás del mío. Iba en chinga buscando llegar a Río Bravo, porque eran casi las 10.30 de la noche. Dos hombres, con máscaras de calavera y armas largas, se acercaron por mi puerta. Preguntaron qué de donde era. Cuestionaron el por qué andaba tan noche en la ciudad. Me identifiqué con mi credencial de periodista. Pilló el radio de los interrogadores. Escuché claramente: –Tráiganlo. Y ahí voy: en medio de dos camionetas cargadas con sujetos armados y vestidos como para una guerra. Llegamos a una colonia popular. Un elegante y potente vehículo estaba en medio de la cancha de futbol. Al volante, fumando, un hombre joven miraba hacia la oscuridad. Dos de los enmascarados, me escoltaron y me llevaron hacia él. Le mostré mi credencial. La vio y me la regresó de inmediato. –¿Vas a escribir sobre esto?–dijo y soltó una carcajada. Quizá por los nervios, probablemente por la tensión, me sumé a su divertida risa. –Vete. Nadie te va a molestar–expresó. –o– Los 650 abajo-firmantes –periodistas, escritores, artistas, poetas y políticos que reclaman a AMLO–, no les ha tocado vivir un real escenario de amagada Libertad de Expresión. La neta: no tienen, ni puta idea.

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