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Jack el Sayanim

Por: José Ángel Solorio Martínez

Capítulo: III

Rachel, tenía 24 años. Estudiaba una Maestría en Literatura Soviética en la Universidad Iberoamericana. Presumía ser oriunda de Minatitlán, Veracruz, México. Era una belleza atípica. Morena, alta, de cintura estrecha y cadera carnosa. Llevaba su rizado pelo, negrísimo, peinado a lo afro. Piel acanelada que no aceptaba cosméticos. En la Prepa, había aprendido que las alergias son los miedos del cuerpo a lo ajeno. Sus ojos café claros, eran –como le decía de niña su padre cuando iban a la playa– “parecidos a dos jarritos llenos de miel”. Sus pechos, como dice el poeta Hugo Ramos eran “como campanarios que parecían palomas en vuelos contrarios.”

  • –Mi Negra–le decía su enamorado.
  • –Gringo–le decía ella.

Vestía –la mayoría de los días de la semana– pantalón de mezclilla acampanado y coloridas blusas atadas a su cintura. Usualmente, calzaba sandalias en verano; en invierno, zapatos de gamuza. Sabía las armas que portaba: cuando usaba playeras de algodón, no solía llevar sostén.

Vivió más de cinco años en un departamento de la Colonia Condesa. El lugar, era espacioso para una persona y para la media docena de enjaulados y exóticos pájaros que cargaba desde su tierra. Setecientos pesos al mes pagaba su padre: era apenas una pequeña parte de su salario; como petrolero especialista en perforación, su ingreso era de quince mil pesos mensuales sin horas extras.

Era una lectora insaciablemente compulsiva. Se sabía casi de memoria La Rosa Blanca de Bruno Traven. Aseguraba que el petróleo empezó a sentirlo suyo –al igual que su padre– no desde que el Presidente Cárdenas lo había expropiado, sino desde la Secundaria en que su madre le dio a leer el libro que “explicaba claramente, las chingaderas que los gringos habían hecho en Veracruz” para adueñarse de los hidrocarburos. Ni el boom literario latinoamericano, le había impresionado tanto como los autores del realismo socialista. Sholojóv y Gorky, eran para ella modelos ideales a imitar.

Coincidió con Jack en una exposición pictórica en el Palacio de Bellas Artes. Le impresionó lo bien que conocía la plástica mexicana y a sus mejores exponentes. Se quedó con la boca abierta, cuando quien se dijo empresario tamaulipeco –ella al primer golpe pensó que era norteamericano– comentó la vida de Rivera, Siqueiros, Kahlo, el doctor Átl, Orozco y Murillo.

–No es tan pendejo, este pinche gringo–pensó.

Terminaron charlando y tomando café en la torre de Sears. Él con el rostro enrojecido por el viento helado y divertido por el fulgurante léxico veracruzano –“mi madre, era de Alvarado”, le había dicho–; ella, aún atónita por la erudición del cincuentón y despotricando contra el café de la ciudad de México porque “para café, chingón, el de La Parroquia”.

Ella, habló del son jarocho.

Él, rememoró la música country que en su infancia escuchaba en su natal Palestina, Texas.

Se despidieron sobre la avenida Juárez, con un beso en la mejilla y una fina llovizna que en minúsculas gotas sobre sus cabellos titilaban al golpe de las luces de los faros de los coches.

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