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Y no la dejamos de regar…

Es innegable que tenemos derecho a la ciudad. Ese derecho a construir espacios urbanos, de decidir sobre éstos y apropiárnoslos a través del tejido de las relaciones sociales, tal como lo propuso el filósofo y sociólogo francés Henri Lefebvre a finales de la década de los años 60 del siglo XX. Pero las ciudades, lejos de florecer en armonía, se han fragmentado por la falta de obligaciones y, sobre todo, por políticas urbanas ineficientes que permitieron el desbordamiento poblacional, la sobreexplotación de los espacios y la degradación del ambiente.

Ciertamente, el crecimiento de las ciudades hacia lo ancho y hacia arriba se nos escapó del límite por la voracidad inmobiliaria y por los intereses de las autoridades. Hoy se rompen la cabeza en cómo y con qué recursos llevarán los servicios básicos —agua y drenaje, por mencionar sólo dos de éstos— a los habitantes.

Y aunque hubiera todo el dinero del mundo, que no se nos olvide que hay recursos naturales extremadamente escasos, como el agua, cuyo abasto se agrava debido a los propios ciclos de la naturaleza y a los impactos extremos del cambio climático.

Sumemos que llevar el líquido a las urbes y dar mantenimiento a la infraestructura hidráulica es carísimo.

El agua es el recurso más finito que hay en el planeta, además de ser un bien público indispensable para la vida y el desarrollo. También es un derecho humano. Sin embargo, la inconsciencia, la falta de educación —un mal observado en todos los estratos sociales— y el des-ordenamiento urbano han propiciado desperdicio y contaminación.

La Ciudad de México padece estas calamidades. En las últimas décadas el crecimiento urbano nos rebasó. La mancha no sólo se ha extendido al grado de conformar una megalópolis, sino que dio pie a la proliferación de asentamientos irregulares, así como de múltiples desarrollos inmobiliarios —con uso residencial, corporativo y comercial, entre otros—, cuyo común denominador es el problemático abasto de agua.

Por ejemplo, la zona de Santa Fe —donde alguna vez hubo tiraderos de basura— llegó al segundo milenio bajo la idea de convertirse en el nuevo centro financiero de México. No sólo se levantaron grandes edificios corporativos, sino lujosas ciudades verticales con albercas y spas; sin embargo, ahí hay escasez de agua. Los camiones cisterna, privados y delegacionales —mejor conocidos como pipas—, se han vuelto parte del paisaje cotidiano.

Y lo mismo está sucediendo en colonias como Nápoles, Del Valle, Chapultepec, Condesa, Roma, Irrigación, Polanco y Nuevo Polanco, entre otras, donde el boom inmobiliario ha puesto en jaque el suministro del líquido. Y los colonos ya reaccionan con bloqueos por la escasez.

Qué decir de la delegación Iztapalapa, donde no hay ni gota para tomar, cocinar o lavar la ropa. Se vive a tandeo. Bueno, hasta para bañarse se usa agua embotellada.

La crisis del agua en varias colonias de la capital del país pareciera perenne.

Hay largos periodos de extrema escasez, aun después de la temporada de estiaje, pero también se desperdicia por mal uso, por fugas domésticas y tuberías rotas en calles y avenidas, por donde se riegan millones de litros potables que van a parar a las aguas negras.

Recordemos que la Ciudad de México se abastece del subsuelo, así como de los sistemas Lerma y Cutzamala.

Las malas noticias son que la ciudad sigue hundiéndose y el acuífero del Lerma ya está sobreexplotado y para allá va el Cutzmala.

Hace unos días, el director general del Sistema de Aguas de la Ciudad de México (Sacmex), Ramón Aguirre Díaz, reveló a Pascal Beltrán del Río, director editorial de Excélsior, que en materia de abasto de agua “la ciudad ya está en una situación complicada” y advirtió que se estudia negar permisos de construcción donde no se pueda garantizar el servicio.

Está muy bien reconocer la problemática, que se agrava día con día, pero también hay que señalar la inequidad en la distribución y acceso al agua, así como la falta de creatividad política para un manejo eficiente de este recurso.

Por décadas, las autoridades han dejado correr mucha agua, peor aún, han permitido inundaciones.

Y esto se debe a que las lluvias se desperdician al carecer de sistemas de captación. De tenerse, se evitarían inundaciones y servirían para abastecer a la población en épocas de sequía, lo cual requiere más voluntad política que cantidades estratosféricas de recursos o tecnologías sofisticadas.

Si en la época prehispánica hubo sistemas de recolección y almacenamiento de agua pluvial, ¿por qué ahora no?

Estamos a tiempo de hacer conciencia de que el agua será cada vez más escasa debido a nuestras acciones, como la deforestación voraz de bosques y selvas, así como por los golpes del cambio climático.

Hoy, tener un sistema de captación de agua de lluvia es necesario, pero mañana será un mecanismo de supervivencia. Y eso, esperando que llueva.

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