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HERNÁNDEZ JUÁREZ: EL LARGO MANTO DE SALINAS

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Los “grandes” líderes sindicales de México son lo que parecen y lo que aparentan: viejos dictadores, caciques depredadores, el club de la eternidad. Una relación perversa con el poder les ha permitido forjar una gerontocracia tan profundamente antidemocrática que se han convertido en representantes emblemáticos del régimen antiguo; no admiten la crítica, ni ejercen la autocrítica, son adaptables a cualquier escenario, situación o ideología; y un despotismo ilustrado caracteriza su comportamiento; empero, el fraude radica no en engañar a sus representados, sino en que han traicionado sus principios.

Sólo la muerte o la cárcel son capaces de arrancarles su liderazgo. En su más reciente libro, Los amos de la mafia sindical, que empezó a circular en estos días, Francisco Cruz Jiménez rescata ocho historias de larga duración –una de ellas la de Francisco Hernández Juárez que a continuación presentamos– que muestran no sólo a los ocho dirigentes más poderosos del país, sino las perversiones y deformaciones de una burocracia sindical que se queda con la enorme fortuna de las cuotas de sus agremiados, sobre las que no hay transparencia ni control, y pintan la triste y compleja historia de una realidad. [Fragmento de Los amos de la mafia sindical, de Francisco Cruz Jiménez, Temas de hoy, publicado con autorización de Editorial Planeta].

Ciudad de México, 29 de agosto (SinEmbargo).– Conocido por sus colaboradores como “Juárez”; Pancho, así, a secas, entre familiares y amigos cercanos; Paco-Francisco, para las operadoras que lo encumbraron; el cacique de Telmex, según sus detractores; o visionario, como se autodefinió alguna vez, Francisco Hernández Juárez representa una figura ambigua y polémica, marcada por profundas contradicciones, que sirve para reseñar, de carne y hueso, la historia del sindicalismo mexicano durante las últimas cuatro décadas.

Bajo cualquier nombre, mote o apelativo, referirse al término de “líder sindical” remite, en primera instancia, a una serie de virtudes públicas, pero escasas en el México actual: guía demócrata, dirigente carismático, hombre sensible, idealista o baluarte del sindicalismo moderno. Y, como descarado contrapunto lleno de fantasmas, nos enfrentamos también una telaraña de vocablos de inconmensurable cercanía: populista, déspota sindical, grillo mediatizador, modelo del neocharrismo y monstruo salinista. Toda esta gama de conceptos, tanto los positivos como los negativos, envuelven el aura de poder que desde 1976 forma gran parte de la vida de Juárez.

Pancho-Paco-Francisco es responsable del destino laboral de 32 mil 500 trabajadores en activo —62 por ciento de la planta de Telmex, que representa ocho por ciento del total de los empleados del Grupo Carso, uno de los mayores conglomerados de México que controla gran variedad de empresas de los ramos industrial, de consumo, inmobiliario y deportivo, propiedad del magnate Carlos Slim Helú—, así como de 18 mil jubilados del Sindicato de Telefonistas de la República Mexicana (STRM).

El equipo telefonista parece cohesionado en torno a la figura híbrida de Pancho, pero de una de esas dimensiones paralelas también emergen imputaciones o vicios privados difíciles de ocultar: complicidad para no cubrir, desde la privatización de la empresa en 1990, miles de plazas vacantes; explotación de trabajadores sindicalizados; nepotismo; represión; negociaciones en lo oscurito para reducir el monto de las pensiones; y hasta denuncias judiciales por malversación de fondos —como aquella que se presentó durante el movimiento de marzo de 1982 ante la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal, contra Hernández Juárez y algunos de sus allegados, por disponer de 500 millones de pesos de las cuotas obreras.

Para nadie es secreto que su cercana relación con el entonces presidente Carlos Salinas le permitió sacar ventajas en el proceso de modernización de Teléfonos de México, conocida más por su acrónimo Telmex, y la venta posterior de la empresa a Slim, porque obtuvo garantías de que no habría despidos. Y así pasó, aunque el desencanto llegó pronto —y para quedarse— porque, hasta hoy, al menos, están vacantes 9 mil 500 plazas sindicalizadas.

Tampoco hay certeza sobre las 12 mil que quedarán desocupadas en los siguientes cuatro años por igual número de telefonistas en posibilidad de solicitar su jubilación. Cualquier etiqueta que se le ponga contiene una verdad: en 37 años al frente del sindicato, Hernández Juárez ha sido un hombre muy moldeable, siempre tranquilo con su chamarra de piel, como lucen los obreros que han conseguido un buen pasar gracias a que ha sabido adaptarse a cualquier escenario político, ideología o partido que le permita mantenerse en primer plano.

Como si el tiempo se suspendiera, en la historia de ese mundo paralelo que es el sindicalismo aflora un alud de suspicacias, conjeturas, sospechas, morbo y críticas que se levantan desde el flanco mismo de los trabajadores de la empresa telefónica mexicana.

En efecto, Hernández Juárez se mantiene firme en la Secretaría General del STRM desde hace cuatro décadas a través de antiguos métodos del sindicalismo que incluyen represión, despido, hostigamiento a opositores, suspensión de derechos, nepotismo, destitución de delegados, negativa a tramitar prestaciones contractuales y sindicales, así como pago del anticipo por antigüedad para deshacerse de los oponentes internos.

La historia de Pancho, Paco, Francisco o Juárez se remonta a abril de 1976, cuando, siendo prácticamente desconocido accidentalmente, y con un golpe de suerte, se coloca al frente del descabezado y caótico movimiento democratizador o revuelta fratricida del viejo Telmex o monopolio gubernamental telefónico, a través del llamado Movimiento Democrático 22 de Abril. Tal revuelta había iniciado un año antes en el Departamento de Centrales Mantenimiento para derrocar el grotesco e impúdico liderazgo que, desde 1970, estaba bajo resguardo del charro Salustio Salgado Guzmán o Charrustio, como lo llamaban los trabajadores.

Apoyado por la anarquía del movimiento —en el que participaban grupos de todas las corrientes y tendencias internas, incluidas las de izquierda, radicales y moderados—, así como la furia de las explotadas y ninguneadas operadoras, el destino puso a Pancho-Paco y sus amigos Mateo Lejarza —quien más adelante sería el ideólogo del sindicato— y Rafael Marino en el lugar indicado a la hora correcta. Ninguno tenía experiencia sindical.

Los tres formaban parte del Ateneo Lázaro Cárdenas, un grupo de estudio, integrado por alumnos de la Escuela Superior de Ingeniería Mecánica y Eléctrica (ESIME) del Instituto Politécnico Nacional, tutelado por un periodista español que prestaba servicios profesionales al gobierno del presidente Luis Echeverría Álvarez.

Astuto como era y con su característica intuición de depredador político, Echeverría le dio el visto bueno a la naciente dirigencia sindical juarista.

Entrado el último año de su gobierno, vio y aprovechó la oportunidad de contar con un nuevo aliado con el que pretendía ampliar su esfera de influencia en la administración siguiente, que recaería en su amigo del alma y subordinado José López Portillo y Pacheco —Jolopo, como se le conocía—, al que esperaba manejar como muñeco de trapo. A Hernández Juárez nadie, ni aliados ni enemigos, le regatea lo suertudo ni su éxito; menos, su agudo sentido del oportunismo y la oportunidad. Pero tampoco él puede negar ninguna de las versiones que registran la cercanía con sus tres grandes protectores: los ex presidentes Echeverría y Salinas, así como el extinto y, paradójicamente, inmorible e insustituible líder obrero Fidel Velázquez Sánchez, quien lo introdujo en las intrincadas redes del poder.

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