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Marilyn: el dolor de los desheredados

José Cueli
Donald Trump representó para muchos de sus electores una pulsión de apoderamiento que en su origen no tendría como fin el sufrimiento del otro, sino que simplemente no lo tomaría en cuenta –lo expulsaría– más allá de ese sufrimiento. Escribo en este Día de la Mujer y viene a mi mente la contraparte de electores que no suscribieron su voto por el señor Trump. Fueron los que han sufrido el apoderamiento que ignora las necesidades del otro, explotación que causa dolor y priva al otro de sus derechos elementales y termina con la destrucción cruel, indiscriminada del otro.

Marilyn Monroe podría ser un símbolo de la avaricia de los poderosos, los mismos abusos, las mismas mentiras, las mismas miserias.

Marilyn fue el espectro de las Sílfides: un galán está próximo a casarse con su prima. La víspera se adormece y en su modorra entrevé una grácil y escultural figura que se acerca y la besa en los labios. Su alma se siente poseída de un amor loco. Cuando despierta y va a tener en sus brazos a la aparecida, la bella mujer abre las alas que cubren su espalda y desaparece ese amor que Marilyn despertó en millones de seres en el mundo.

Como rencarnación de la Sílfide, Marilyn se aparecía en sueños a millones de enamorados que al verla querían correr tras ella, como se corre en la vida, tras el deseo, tras la ilusión, tras el sueño. Esa ilusión, sueño que vivió Marilyn y transmitió primero individualmente y luego en lo colectivo. Así, cada vez que el galán iba a volver al amor de la prima, que era realidad, la visión de las Sílfide vuelta Monroe, surgía ante sus ojos. Recuerdos de los galanes en la persecución de lo imposible. La Sílfide que hacia correr por el bosque, volar hacía las nubes. Hasta que al fin las manos del galán le sujetaron las alas un día, sus brazos la aprisionaron y al estrecharla contra el pecho le rompió las alas y la Sílfide murió.

La melancolía de Marilyn era la ligereza, una ligereza alada, más que de ave de mariposa. Provocaba la sensación de que no pesaba, de que sus pies no llegaban a apoyarse en el suelo, de que era una aparición luminosa, un hada, una sonámbula con los ojos abiertos: mirando un cielo suyo nada más, en el que buscaba a un padre muerto o ausente, al que nunca encontró. Los galanes, lo mismo el intelectual, deportista, político, o el hombre del traje gris u overol, pasaron por su vida uno detrás de otro como las nubes. En ellos esperaba encontrar una ternura que nunca conoció. Y que si la encontraba era confrontada con la melancolía que le legó su traumática vida.

Marilyn aprendió, y vaya que si aprendió, a comunicarse sólo con su cuerpo. Lo consiguió espectacularmente, se comunicó con el mundo. Especialmente, a la larga con los abandonados, los huérfanos, los marginados.

Una solitaria melancolía en un cuerpo pasional que emitía ondas, en busca del padre que se le esfumó. Un perseguir a los galanes, ella, la Sílfide, con el destino cruel y amargo de la huérfana temprana. Su traumático duelo, no elaborado, la llevaba a vivir con un panteón interno. Cadenas de repetición de pérdidas como un intento de no sentir las anteriores.

Fue tal su impacto mundial en la festividad de la sexualidad que le aseguró una vida eterna con qué cubrir el dolor: actuaciones fuera de la realidad, angustia. Marilyn Monroe no fue símbolo sexual, es símbolo del dolor de la mayor parte de la humanidad marginada. El espejo del dolor donde visualizarse.

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