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¿La Fiesta en Paz?

Violencia, inseguridad, ineptitud e impunidad… fuera del ruedo

Taurinos posmodernos apuestan por el toreo bonito

Leonardo Páez
“El problema de la democracia –decía un inolvidable maestro en la preparatoria– es que suele convertirse en la dictadura de los ineptos, reforzada por partidos de falsa oposición y avalada por una ciudadanía aturdida, premeditadamente manipulada para enriquecimiento exclusivo de los falsos demócratas”. En nuestro país, una centuria de intentos democratizadores, negligencias, traiciones, complicidades y autoalabanzas, confirma lo anterior.

Incapaces de ver el valor idiosincrásico, económico, cultural y político de la rica tradición taurina de México, los gobiernos recientes –de De la Madrid a Peña Nieto, pasando por los mandatarios aficionados de clóset, Fox y Calderón– prefirieron plegarse dócilmente a la línea neoliberal de Washington y dejar en manos de autorregulados poderosos pero insensibles el destino de la fiesta de toros en el país.

Los efectos en contra de esa fiesta no se hicieron esperar: inobservancia sistemática del reglamento; disminución de la edad y el trapío de las reses en la mayoría de las plazas; aumento de la importación de figuras en vez de fomentarlas aquí; sometimiento de los medios, pasividad de los gremios y papel de convidado de piedra de la autoridad responsable.

Con otros daños: el espectáculo perdió interés informativo y posicionamiento publicitario, las nuevas generaciones suponen que la fiesta de México se reduce a tres o cuatro apellidos extranjeros, encabezados por el caballito que un empresariado comodino convirtió en rentable inversión. Ah, y mero al último, los antitaurinos, indignados con la muerte de bovinos en las plazas, no con los asesinatos a diario de miles de personas afuera de ellas.

Embistieron como queriendo cornear, mexhincados, hispanópatas, justicieros condicionados, partidarios del torito de la ilusión y conocedores posmodernos con motivo del clamoroso triunfo de la legendaria y encastada ganadería tlaxcalteca de Piedras Negras el domingo pasado en la Plaza México, en la decimonovena corrida de la temporada grande, rebautizada luego como Feria de la Cuaresma –seguro por aquello de la abstinencia de ases comodinos–, y por último titulada Sed de Triunfo.

¿Cómo hablas de un triunfo clamoroso, si nadie cortó oreja?, me preguntaba un villamelón amigo. Pues como se puede hablar de un gran encuentro de futbol sin que haya habido goles, le contesté. Hace ocho días en este mismo espacio advertía que los astados del hierro de Piedras Negras no son toritos de la ilusión, sino reses encastadas que pondrán a prueba el nivel anímico y técnico de los alternantes. Habrá emoción, que es muy diferente a diversión y toreo de salón. Por eso los peones del poder y adictos a la exquisitez sin riesgo, se atufaron.

Hay que entender ese triunfo: lo clamoroso, no residió en que los alternantes aprovecharan las enrazadas embestidas, pues apenas si torean, aunque dos de ellos lograron valiosos momentos –Mario Aguilar y sobre todo el zacatecano Antonio Romero, que muleteaba con gran hondura al mejor del encierro hasta que sobrevino la grave cornada–, sino en la respuesta enfebrecida de un público emocionado hasta la médula por eso que la tauromafia ha escamoteado sin vergüenza: la bravura.

Los taurinos, ufanos del estado de cosas que han provocado, canjearon la bravura por una nobleza sin amenaza pero propicia para torear bonito, ignorando la fina observación de Lorca: A los toros se va a gozar sufriendo. Enhorabuena de nuevo, ganadero Marco Antonio González, ¡una selva de antepasados aplaudió esa vuelta! Mucho ánimo, Antonio Romero, ¡en usted hay un gran torero!

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